Domingo XXVIII
Ordinario – Ciclo A (Mateo 22, 1-14) – 12 de octubre de 2014
Diana, la
condesa de Belflor y Teodoro, son los protagonistas de El perro del
hortelano, comedia de Lope de Vega que Pilar Miró, directora de cine
española, llevó a la pantalla pocos años antes de morir. Lope de Vega recoge en
esta comedia una de las realidades humanas más paradójicas.
Diana se enamora
perdidamente de Teodoro, su secretario, pero sabe que es un amor imposible,
porque los separa una distancia insalvable de cuna: la una, perteneciente a la
alta nobleza, y el otro, un simple plebeyo. La condesa de Belflor no se atreve
a expresar, sino de modo muy sutil, su afecto. Pero cuando ve que Teodoro busca
a una mujer de su estirpe para establecer un hogar, Diana manifiesta, sin
manifestar, sus sentimientos por Teodoro y lo seduce. Sin embargo, cuando ha
logrado que Teodoro abandone a su prometida, y abrigue la esperanza de un amor
que parecía imposible, Diana vuelve a tomar la distancia que le signó su
nobleza. No alargo el cuento, porque la comedia se desarrolla en el ir y venir
de los afectos, que nunca se encuentran. Seducciones y rechazos, atracciones y
distancias.
La parábola que
Jesús cuenta a los jefes de los sacerdotes y a los ancianos, en el templo de
Jerusalén, refleja esta misma realidad humana. Los invitados a la fiesta de
bodas no aceptan la convocatoria y desprecian la invitación a unirse a la
alegría del rey el día del matrimonio de su hijo. Esto es lo que motiva al rey
a ordenar a sus criados que vayan “a las calles principales, e inviten a la
boda a todos los que encuentren”. Dice Jesús que “los criados salieron a las
calles y reunieron a todos los que encontraron, malos y buenos; y así la sala
se llenó de gente”. Pero, desde luego, es importante estar dispuestos para la
fiesta; esto es lo que explica la reacción del rey con el que no iba vestido
con traje de boda.
Los dueños de la
religión y de la fe, en la época de Jesús, ni aceptaban ellos mismos la oferta
de la salvación, ni dejaban que otros la aceptaran; en lugar de ser mediadores
entre Dios y los hombres, se convertían en obstáculos para este encuentro. Por
eso Dios se ve obligado a extender su invitación a todos los pueblos, a todas
las gentes que quieran acoger este llamado, malos y buenos.
Tal vez hoy
también nos pase un poco de lo mismo. Somos invitados por Dios al banquete del
reino, pero muchas veces tenemos excelentes disculpas para no participar de la
fiesta de Dios; y fácilmente nos podemos convertir en obstáculos para que otros
se encuentren con Dios. No nos contentamos con despreciar la invitación, sino
que, además, impedimos que otros vayan a la fiesta. Mejor dicho, nos pasa como
al perro del hortelano, que ni come, ni deja comer...
Un saludo cordial.
Hermann Rodríguez Osorio, S.J.
Decano Académico
Facultad de Teología
Pontificia Universidad Javeriana
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