Domingo de la Santísima
Trinidad– Ciclo C (Juan 16, 12-15) – 16 de junio de 2019
Hermann Rodríguez Osorio, S.J.
En una de las capillas de Vila Kostka, la casa
de Ejercicios de los jesuitas cerca de Sao Pablo, Brasil, hay un inmenso mural
inspirado en uno de los más famosos íconos de la Iglesia Oriental.. El cuadro
original, atribuido a Andrei Rublev, es de mediados del siglo XV y se conserva
en Moscú. Representa un pasaje del libro del Génesis, cuando Dios se apareció a
Abraham junto al encinar de Mambré: “El Señor se apareció a Abraham en el
bosque de encinas de Mambré, mientras Abraham estaba sentado a la entrada de su
tienda de campaña, como a mediodía. Abraham levantó la vista y vio que tres
hombres estaban de pie frente a él. Al verlos, se levantó rápidamente a
recibirlos, se inclinó hasta tocar el suelo con la frente y dijo: – Mi señor,
por favor, le suplico que no se vaya en seguida” (Génesis 18, 1-3). Uno de
estos tres hombres fue el que le reveló a Abraham la promesa de Dios, que dio
origen a nuestra fe: “El año próximo volveré a visitarte, y para entonces tu
esposa Sara tendrá un hijo. Mientras tanto, Sara estaba escuchando toda la
conversación a espaldas de Abraham, a la entrada de la tienda. (...) Sara no
pudo aguantar la risa y pensó: ¿cómo voy a tener este gusto, ahora que mi
esposo y yo estamos tan viejos?” (Génesis 18, 10.12).
La característica de esta obra es que cada uno de
los personajes mira en una dirección distinta. Comunica una teología trinitaria
que podría ayudarnos a mejorar nuestra relación con Dios, uno y trino: El que
representa al Padre, está mirando al Hijo. Con esta mirada se expresa el hecho
de que Dios Padre nos regala al Hijo, para enseñarnos el Camino, la Verdad y la
Vida (Cfr. Juan 14, 6).. Por eso Jesús dice: “Salí de la presencia del Padre
para venir a este mundo, y ahora dejo el mundo para volver al Padre” (Juan 17,
28). El Hijo, es la manifestación de Dios Padre para nosotros, tal como el
mismo Jesús lo expresa a Felipe, en el Evangelio según san Juan: “El que me ha
visto a mí, ha visto al Padre” (Juan 14, 9).
Por su parte, el hombre que representa al Espíritu
Santo, está mirando hacia un lado. Avizora el mundo, invitándonos a descubrir a
Dios en la creación. Esta mirada expresa, además, la llamada a caminar siempre
más allá de nuestras fronteras, para responder a la misión. El Espíritu es el
que nos conducirá a la verdad plena: “Tengo mucho más que decirles, pero en
este momento sería demasiado para ustedes. Cuando venga el Espíritu de la
verdad, él los guiará a toda la verdad; porque no hablará por su propia cuenta,
sino que dirá lo que oiga, y les hará saber las cosas que van a suceder. Él
mostrará mi gloria, porque recibirá de lo que es mío y se lo dará a conocer a
ustedes” (Juan 16, 12-14).
Por último, el personaje que representa al Hijo, no
le quita la mirada a quien contempla el cuadro. En cualquier lugar en el que
uno se coloque en esta capilla, se siente mirado directamente a los ojos por
Jesús. Él es el mediador entre Dios y su pueblo. Es el verdadero Pontífice (Puente)
entre los seres humanos y Dios: “Porque no hay más que un Dios, y un solo hombre
que sea el mediador entre Dios y los hombres: Cristo Jesús” (1 Timoteo 2, 5).
Digámosle hoy a Dios, como le dijo Abraham aquel
mediodía: “Mi señor, por favor, le suplico que no se vaya en seguida”. Sintamos
la mirada de Jesús, que nos habla del amor de Dios Padre y nos recuerda la
misión a la que nos envía el Espíritu Santo. Ojalá que esto no nos de risa,
como le dio a Sara, sino que Dios encuentre en nosotros una fe pronta y
generosa.
José Antonio Pagola - MISTERIO DE BONDAD
A lo largo de los siglos, los teólogos se han
esforzado por profundizar en el misterio de Dios ahondando conceptualmente en
su naturaleza y exponiendo sus conclusiones con diferentes lenguajes. Pero, con
frecuencia, nuestras palabras esconden su misterio más que revelarlo. Jesús no
habla mucho de Dios. Nos ofrece sencillamente su experiencia.
A Dios, Jesús lo llama «Padre» y lo experimenta
como un misterio de bondad. Lo vive como una Presencia buena que bendice la
vida y atrae a sus hijos e hijas a luchar contra lo que hace daño al ser
humano. Para él, ese misterio último de la realidad que los creyentes llamamos
«Dios» es una Presencia cercana y amistosa que está abriéndose camino en el
mundo para construir, con nosotros y junto a nosotros, una vida más humana.
Jesús no separa nunca a ese Padre de su proyecto de
transformar el mundo. No puede pensar en él como alguien encerrado en su
misterio insondable, de espaldas al sufrimiento de sus hijos e hijas. Por eso,
pide a sus seguidores abrirse al misterio de ese Dios, creer en la Buena
Noticia de su proyecto, unirnos a él para trabajar por un mundo más justo y
dichoso para todos, y buscar siempre que su justicia, su verdad y su paz reinen
cada vez más en el mundo.
Por otra parte, Jesús se experimenta a sí mismo
como «Hijo» de ese Dios, nacido para impulsar en la tierra el proyecto
humanizador del Padre y para llevarlo a su plenitud definitiva por encima
incluso de la muerte. Por eso, busca en todo momento lo que quiere el Padre. Su
fidelidad a él lo conduce a buscar siempre el bien de sus hijos e hijas. Su
pasión por Dios se traduce en compasión por todos los que sufren.
Por eso, la existencia entera de Jesús, el Hijo de
Dios, consiste en curar la vida y aliviar el sufrimiento, defender a las
víctimas y reclamar para ellas justicia, sembrar gestos de bondad, y ofrecer a
todos la misericordia y el perdón gratuito de Dios: la salvación que viene del
Padre.
Por último, Jesús actúa siempre impulsado por el
«Espíritu» de Dios. Es el amor del Padre el que lo envía a anunciar a los
pobres la Buena Noticia de su proyecto salvador. Es el aliento de Dios el que
lo mueve a curar la vida. Es su fuerza salvadora la que se manifiesta en toda
su trayectoria profética.
Este Espíritu no se apagará en el mundo cuando Jesús
se ausente. Él mismo lo promete así a sus discípulos. La fuerza del Espíritu
los hará testigos de Jesús, Hijo de Dios, y colaboradores del proyecto salvador
del Padre. Así vivimos los cristianos prácticamente el misterio de la Trinidad.
Santísima Trinidad - C
(Jn 16,12-15)
16 de junio 2019
José Antonio Pagola
Fuentes : http://feadulta.com/
RESPIRANDO A DIOS
Florentino Ulibarri
En este mundo que sufre más que nunca
nuestros delirios de poder y grandeza,
porque en vez de jardineros responsables del mismo
nos hemos convertido en avaros comerciantes
que se creen dueños de su riqueza...
respirar tu Espíritu es nuestro sueño y vida.
En esta sociedad tan contaminada
por tanta desigualdad y farsa,
que sufre males y plagas endémicas
y en la que no cicatrizan las heridas
porque, para algunos, son fuente de riqueza...
respirar tu Espíritu es nuestro sueño y vida.
En esa Iglesia tan desacreditada
porque ha perdido ternura y gracia,
y quizá su verdad y buena noticia
al creerse dueña de tus dones y palabra,
y que anda triste, quejosa y desorientada...
respirar tu Espíritu es nuestros sueño y vida.
En esta cultura light y fragmentada,
con tantas palabras huecas y engañosas
y decisiones amañadas y egoístas,
en la que se ha enterrado la utopía
y suenan tan mal la pobreza y la renuncia...
respirar tu Espíritu es nuestro sueño y vida.
En este tiempo tan triste y yermo,
en el que unos lo tienen casi todo
y otros se están quedando desnudos,
con hambre, frío y horizonte oscuro
porque lo igualdad no está al uso...
respirar tu Espíritu es nuestro sueño y vida.
Ahora que estamos en honda crisis
de cultura, bienestar y valores,
de política, religión e instituciones;
ahora que la verdad no atrae,
queremos que él nos guíe y llene porque...
respirar tu Espíritu es nuestro sueño y vida.
Respirar tu Espíritu es nuestro sueño y vida,
pues necesitamos aire fresco y bueno
para seguir caminando contigo
y vivir al cobijo y sombra de tus alas
mientras aprendemos a ser hermanos
e hijos aquí, donde estamos.
PARA NOSOTROS TRINIDAD ES UNA UNIDAD
Fray Marcos
Jn 16,12-15
De Dios no sabemos ni podemos saber nada, ni falta
que nos hace. Tampoco necesitamos saber lo que es la vida fisiológica, para
poder tener una salud de hierro. La necesidad de explicar a Dios es fruto del
yo individual que se fortalece cuando se contrapone a todo bicho viviente,
incluido Dios. Cuando el primer cristianismo se encontró de bruces con la
filosofía griega, aquellos pensadores hicieron un esfuerzo para “explicar” el
evangelio desde su filosofía. Ellos se quedaron tan anchos, pero el evangelio quedó
hecho polvo.
El lenguaje teológico de los primeros concilios,
hoy, no lo entiende nadie. Los conceptos metafísicos de “sustancia”,
“naturaleza” “persona” etc. no dicen absolutamente nada al hombre de hoy. Es
inútil seguir empleándolos para explicar lo que es Dios o cómo debemos entender
el mensaje de Jesús. Tenemos que volver a la simplicidad del lenguaje
evangélico y a utilizar la parábola, la alegoría, la comparación, el ejemplo
sencillo, como hacía Jesús. Todos esos apuntes tienen que ir encaminados a la
vivencia no a la razón.
Pero además, lo que la teología nos ha dicho de
Dios Trino, se ha dejado entender por la gente sencilla de manera descabellada.
Incluso en la teología más tradicional y escolástica, la distinción de las tres
“personas”, se refiere a su relación interna (ab intra). Quiere decir que hay
distinción entre ellas, solo cuando se relacionan entre sí. Cuando la relación
es con la creación (ad extra), no hay distinción ninguna; actúan siempre como
UNO. A nosotros solo llega la Trinidad, no cada una de las “personas” por
separado. No estamos hablando de tres en uno sino de una única realidad que es
relación.
Cuando se habla de la importancia que tiene la
Trinidad en la vida cristiana, se está dando una idea falsa de Dios. Lo único
que nos proporciona la explicación trinitaria de Dios es una serie de imágenes
útiles para nuestra imaginación, pero nunca debemos olvidar que son imágenes.
Mi relación personal con Dios siempre será como UNO. Debemos superar la idea de
que crea el Padre, salva el Hijo y santifica el Espíritu. Esta manera de hablar
es metafórica. Todo en nosotros es obra del único Dios.
Lo que experimentaron los primeros cristianos es
que Dios podía ser a la vez: Dios que es origen, principio, (Padre); Dios que
se hace uno de nosotros (Hijo); Dios que se identifica con cada uno de nosotros
(Espíritu). Nos están hablando de Dios que no está encerrado en sí mismo, sino
que se relaciona dándose totalmente a todos y a la vez permaneciendo Él mismo.
Un Dios que está por encima de lo uno y de lo múltiple. El pueblo judío no era
un pueblo filósofo, sino vitalista. Jesús nos enseñó que, para experimentar a
Dios, el hombre tiene que mirar dentro de sí mismo (Espíritu), mirar a los
demás (Hijo) y mirar a lo trascendente (Padre).
Lo importante en esta fiesta sería purificar
nuestra idea de Dios y ajustarla a la idea que de Él nos transmitió Jesús. Aquí
sí que tenemos tarea por hacer. Como cartesianos, intentamos una y otra vez
acercarnos a Dios por vía intelectual. Creer que podemos encerrar a Dios en
conceptos, es ridículo. A Dios no podemos comprenderle, no porque sea
complicado, sino porque es absolutamente simple y nuestra manera de conocer es
analizando y dividiendo la realidad. Toda la teología que se elaboró para
explicar a Dios es absurda, porque Dios ni se puede ex-plicar, ni com-plicar o
im-plicar. Dios no tiene partes que podemos analizar.
Entender a Dios como Padre Todopoderoso nos conduce
al poder de la omnipotencia y la capacidad de hacer lo que se le antoje. Los
“poderosos” han tenido mucho interés en desplegar esa idea de Dios. Según esa
idea, lo mejor que puede hacer un ser humano es parecerse a Él, es decir,
intentar ser más, ser grande, tener poder. Pero ¿de qué sirve ese Dios a la
inmensa mayoría de los mortales que se sienten insignificantes? ¿Cómo podemos
proponerles que su objetivo es identificarse con Dios? Por fortuna Jesús nos
dice todo lo contrario, y el AT también, pues Dios, empieza por estar al lado,
no del faraón, sino del pueblo esclavo.
Un Dios que premia y castiga, es verdaderamente
útil para mantener a raya a todos los que no se quieren doblegar a las normas
establecidas. Machacando a los que no se amoldan, estoy imitando a Dios que
hace lo mismo. Cuando en nombre de Dios prometo el cielo (toda clase de bienes)
estoy pensando en un dios que es amigo de los que le obedecen. Cuando amenazo
con el infierno (toda clase de males) estoy pensando en un dios que, como haría
cualquier mortal, se venga de los que no se someten.
Pensar que Dios utiliza con el ser humano el palo o
la zanahoria como hacemos nosotros con los animales que queremos domesticar, es
hacer a Dios a nuestra imagen y semejanza y ponernos a nosotros mismos al nivel
de los animales. Pero resulta que el evangelio dice todo lo contrario. Dios es
amor incondicional y para todos. No nos ama porque somos buenos sino porque Él
es bueno. No nos ama cuando hacemos lo que Él quiere, sino siempre. Tampoco nos
rechaza por muy malos que lleguemos a ser.
Un dios en el cielo puede hacer por nosotros algo
de vez en cuando, si se lo pedimos con insistencia. Pero el resto del tiempo
nos deja abandonados a nuestra suerte. El Dios de Jesús está identificado con
nosotros. Siendo ágape no puede admitir intermediarios. Esto no es útil para
ningún poder o institución. Pero ese es el Dios de Jesús. Ese es el Dios que,
siendo Espíritu, tiene como único objetivo llevarnos a la plenitud de la
verdad. Y aquí “Verdad” no es conocimiento sino Vida. El Espíritu nos empuja a
ser auténticos.
Un Dios condicionado a lo que hagamos o dejemos de
hacer, no es el Dios de Jesús. Esta idea, radicalmente contraria al evangelio
ha provocado más sufrimiento y miedo que todas las guerras juntas. Sigue siendo
la causa de las mayores ansiedades que no dejan a las personas ser ellas mismas.
Cada vez que predico que Dios es amor incondicional, viene alguien a
recordarme: pero es también justicia. ¿Cómo puede querer Dios a ese desgraciado
pecador igual que a mí, que cumplo todo lo que Él mandó?
Lo que acabamos de leer del evangelio de Jn, no hay
que entenderlo como una profecía de Jesús antes de morir. Se trata de la
experiencia de los cristianos que llevaban setenta años viviendo esa realidad
del Espíritu dentro de cada uno de ellos. Ellos saben que gracias al Espíritu
tienen la misma Vida de Jesús. Es el Espíritu el que haciéndoles vivir, les
enseña lo que es la Vida. Esa Vida es la que desenmascara toda clase de muerte
(injusticia, odio, opresión). La experiencia pascual consistió en llegar a la
misma vivencia interna de Dios que tuvo Jesús. Jesús intentó hacer partícipes,
a sus seguidores, de esa vivencia.
S. Juan de la Cruz
Entreme donde no supe, / y quedeme no sabiendo.
Yo no supe donde entraba, / pero cuando allí me vi,
/sin saber donde me estaba, /
grandes cosas entendí; / no diré lo que sentí, /
que me quedé no sabiendo.
Estaba tan embebido, /tan absorto y agenado, / que
se quedó mi sentido /
de todo sentir privado, /y mi espíritu dotado / de
un entender no entendiendo.
El que allí llega de vero / de sí mismo desfallece;
/ cuanto sabía primero /
Mucho bajo le parece, / y su sciencia tanto crece,
/ que se queda no sabiendo.
Este saber no sabiendo / es de tan alto poder, /
que los sabios arguyendo /
jamás lo podrán vencer, / que no llega su saber /
ano entender entendiendo.
Y si lo queréis oír, / consiste esta suma sciencia
/ en un subido sentir /
De la divinal esencia; / es obra de su clemencia /
hacer quedar no entendiendo, /
Toda sciencia trascendiendo.
Fray Marcos
YO NO CREO EN TRES DIOSES
José Enrique Galarreta
Jn 16, 12-15
Resultaría sencillo creer en tres dioses. Creo que
muchos de nosotros lo hacemos de hecho, aunque lo neguemos de palabra. El
Padre, que es el sedentario, el que, una vez terminada la creación, nunca se
mueve de su trono del cielo. El hijo, que hizo un viaje a la tierra – desde la
encarnación a la ascensión – y el Espíritu Santo, que estaba en el cielo y fue
enviado a la tierra cuando el Hijo regresó al cielo (y no antes). Son tres,
tres personas diferentes con actividades diferentes. Pero además afirmamos que
los tres son Dios, el mismo Dios, un solo Dios. Dios no hay más que uno, pero
los tres pueden decir "soy Dios".
Evidentemente, estas explicaciones resultan
completamente infantiles, y los teólogos no dicen eso, pero nosotros lo
entendemos así, creemos de hecho que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son
tres personas divinas, es decir tres dioses.
Diversos teólogos un tanto presuntuosos han querido
explorar la intimidad de Dios, entrar en su misma esencia, conocerlo como nos
conocemos las personas, como conocemos la Creación, describirlo, explicarlo,
conocerlo "por dentro". Es normal, el ser humano es un "animal
curioso", capaz de hacerse toda clase de preguntas, incluso aquellas
preguntas cuyas respuestas están muy por encima de su capacidad de comprensión.
Pero, en el caso de Dios, hemos topado con nuestros
propios límites. Permítanme recordar una escena maravillosa del Libro del
Éxodo. Está Moisés en la Tienda de Encuentro, dialogando con Dios, ante la NUBE
de incienso que vela la presencia del Señor, y, en un arrebato de amor y de
deseo, le pide a Dios:
- ¡Déjame, por favor, ver tu rostro!
Y le contesta el Señor:
- Haré pasar ante ti mi gloria, y pasaré ante ti,
pero cubriré tus ojos con mi mano para que no veas mi rostro. Cuando pase,
retiraré mi mano y me podrás ver de espaldas; no puedes ver mi rostro sin
morir.
(Éxodo 33,18 Y ss.)
"No puedes ver mi rostro". No puedes
conocerme más que "de espaldas". El pueblo de Israel lo sabe muy
bien, por eso no se atreve a hacer imágenes de la divinidad, porque no hay
imagen alguna de cosas de la tierra que pueda parecerse siquiera de lejos a la
esencia de Dios.
Creo que hemos perdido un poco ese respeto.
Nuestros pintores se atreven a pintar a Dios: es un señor anciano, vigoroso y
venerable, que flota por los cielos transportado en carro de nubes por
preciosos ángeles multicolores. Más aún, nos hemos atrevido a decir que es uno
pero son tres: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Y también nos atrevemos a
pintarlos: el Padre venerable y con barbas; el Hijo, Jesús; y el Espíritu, como
una paloma entre los dos.
Pero esto no son más que vulgarizaciones. Los
teólogos se han atrevido a más, y han descrito las relaciones entre ellos, cómo
procede el Hijo del Padre, y el Espíritu de los dos.... Afamados teólogos
elucubran asombrosamente sobre la trinidad en sí misma, sabemos mucho acerca de
cómo proceden entre sí las tres divinas personas. Formulamos en el Credo
expresiones sobre la generación del Hijo y la procesión del Espíritu, y la
consubstancialidad de las personas. Y hasta una de las más fuertes escisiones
de la Iglesia que haya sucedido en toda su historia tiene uno de sus
fundamentos en diferencias sobre esta generación intratrinitaria. (La otra
diferencia, quizá la causa más verdadera de la ruptura es, por supuesto, una
cuestión de poder).
Y empezamos a sentir temor y desazón, porque hemos
entrado en la intimidad de Dios como quien entra en su propia casa y queremos
que nuestras pobres palabras, nuestras imágenes con pies de barro sean capaces
de representar a Aquel cuyo rostro no puede ver el hombre mortal. ¿No hablamos
con demasiado desparpajo de la Santísima Trinidad? ¿No está nuestro lugar un
poquito más abajo? ¿No nos vendría bien recuperar el respeto ante Dios?
Una cosa es segura. Conocemos de Dios lo que Dios
nos ha dicho de sí mismo. Todo lo que nuestra mente es capaz de conocer de Dios
ha de basarse en Su Palabra, si no queremos correr el riesgo de decir muchas
tonterías. Y sí que hay Una Palabra estupenda de Dios acerca de sí mismo: se
llama Jesús de Nazaret.
Para nosotros, los que creemos en Jesús, Él es todo
lo mejor -lo único y más que suficiente- que podemos conocer de Dios. Y en
Jesús conocemos a Dios de tres maneras:
- Como un viento irresistible que empuja la
historia del mundo desde dentro, como cuando se hinchan desde dentro las velas
de un barco y empieza a navegar, arrastrado por algo invisible y poderoso. Le
hemos llamado "El Espíritu", el viento de Dios. Y lo hemos
"visto" soplar poderosamente en el mismo Jesús, y lo hemos visto
soplar poderosamente en la primera comunidad cristiana, sobre todo a partir de
aquella formidable mañana de Pentecostés: y lo seguimos viendo soplar en el
amor y el entusiasmo de tanta gente buena que sostiene el mundo y nos hace
mantener la fe y la esperanza.
- En Jesús, ese viento formidable era salud y era
PALABRA. Todo Jesús es para nosotros Palabra: cuando cura y cuando habla,
cuando se compadece y cuando se cansa, cuando muere y cuando triunfa, vemos
ante todo LA PALABRA. Y no solamente por lo que dice sino por lo que hace, por
su manera de ser y de vivir. Hasta el punto de que pensamos que en Él podemos
conocer a Dios, porque Dios se ha dado a conocer en Él. Por eso Juan Evangelista
le llama el Logos, el Verbo, la Sabiduría, la Palabra de Dios hecha carne. Y
ahí sí que conocemos de verdad cómo es Dios.
- Y entonces surge nuestra estupenda sorpresa:
cuando Dios habla de sí mismo -en su Palabra, que es Jesús- no habla de
Infinito, de Eterno, de Creador, de todas esas cosas maravillosas que nosotros
nos imaginábamos. Habla de ABBÁ, de papá cercano imprescindible, que es lo
mismo que hablar de médico que se contagia por curar a sus enfermos, que es lo
mismo que hablar del pastor que arriesga su vida por cada oveja.
Y nos quedamos asombrados, porque todo era más
sencillo, y mucho más importante de lo que nosotros pensábamos. Ya no se trata
de un dogma incomprensible, algo así como de que uno y tres es lo mismo, sino
de que Dios se comunica conmigo -Palabra-, actúa en mí -Espíritu- y es mi Padre
con quien puedo contar para salvar mi vida.
Y que estas tres cosas me convierten en hijo, como
convirtieron en Hijo al carpintero de Nazaret. Padre, Palabra y Viento, eso es
Dios para mí.
Pavorosos intentos trinitarios y osadas
cristologías nos llevan al borde de creer en tres dioses y de negar la
naturaleza humana de Jesús de Nazaret. A veces, demasiadas veces, nos llevan
más allá de ese borde.
A Dios nadie le ha visto jamás, ni le ha
comprendido jamás, ni es nadie capaz de meterlo en su cerebro. No podemos
aventuramos más allá de lo que hemos visto y oído, de lo que nuestras manos han
podido tocar del Verbo de la Vida.
José Enrique Galarreta
FIESTA DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD
José Luis Sicre
El ciclo litúrgico se abre con la venida de Jesús y
culmina con la venida del Espíritu; el Padre está presente en todo momento. Es
lógico que se dedique una fiesta en honor de la Trinidad. Para ella había que
elegir textos que hablaran de las tres personas, al menos de dos de ellas. Pero
no pretenden darnos una lección de teología sino ayudarnos a descubrir a Dios
en las circunstancias más diversas. La primera, llena de belleza y optimismo,
en los momentos felices de la vida. La segunda, incluso en medio de las
tribulaciones, dándonos fuerza y esperanza. La tercera, en medio de las dudas,
sabiendo que nos iluminará.
Dios presente en la alegría (1ª lectura)
Del Antiguo Testamento se ha elegido un fragmento
del libro de los Proverbios que polemiza con la cultura de la época
helenística: ¿cuál es el origen de la sabiduría? Para muchos, es fruto del
pensamiento humano, tal como lo han practicado, sobre todo, los filósofos
griegos. Frente a esta mentalidad, el autor del texto de los Proverbios afirma
que la verdadera sabiduría es anterior a nuestras reflexiones y estudios; y lo
expresa presentándola junto a Dios muchos antes de la creación del mundo,
acompañándolo en el momento de crear todo.
¿Por qué se eligió esta lectura? San Pablo, en la
primera carta a los Corintios, dice que Cristo es “sabiduría de Dios” (1,24). Y
la carta a los Colosenses afirma que en Cristo “se encierran todos los tesoros
del saber y del conocimiento” (Col 2,3). Este fragmento del libro de los
Proverbios, que presenta a la Sabiduría de forma personal, estrechamente unida
a Dios desde antes de la creación y también estrechamente unida a la humanidad
(“gozaba con los hijos de los hombres”) parecía muy adecuado para recordar al
Padre y al Hijo en esta fiesta.
Dios presente en los sufrimientos (2ª lectura)
Curiosamente, en este texto, que menciona claramente
a las tres personas, los grandes beneficiarios somos nosotros, como lo dejan
claro las expresiones que usa Pablo: “hemos recibido”, “hemos obtenido”, “nos
gloriamos”, “nuestros corazones”, “se nos ha dado”. Él no pretende dar una
clase sobre la Trinidad, adentrándose en el misterio de las tres divinas
personas, sino que habla de lo que han hecho por nosotros: salvarnos, ponernos
en paz con Dios, darnos la esperanza de alcanzar su gloria, derramar su amor en
nuestros corazones. Para Pablo, estas ideas no son especulaciones abstractas,
repercuten en su vida diaria, plagada de tribulaciones y sufrimientos. También
en ellos sabe ver lo positivo.
Dios presente en las dudas (evangelio)
El evangelio, tomado de Juan, también menciona a
Jesús, al Espíritu y al Padre, aunque la parte del león se la lleva el
Espíritu, acentuando lo que hará por nosotros: “os guiará hasta la verdad
plena”, “os comunicará lo que está por venir”, “os lo anunciará”.
Pienso que el texto se ha elegido porque habla de
las relaciones entre las tres personas. El Espíritu glorifica a Jesús, y todo
lo recibe de él. Por otra parte, todo lo que tiene el Padre es de Jesús.
Tampoco Juan pretende dar una clase sobre la Trinidad, aunque empieza a tratar
unos temas que ocuparán a los teólogos durante siglos.
Para entender el texto conviene recordar el momento
en el que pronuncia Jesús estas palabras. Estamos en la cena de despedida, poco
antes de la pasión. Sabe que a los discípulos les quedan muchas cosas que
aprender, que él no ha podido enseñarles todo. Surgirán dudas, discusiones.
Pero la solución no la encontrarán en el puro debate intelectual y humano, será
fruto del Espíritu, que irá guiando hasta la verdad plena.
En la situación actual de la Iglesia, con problemas
nuevos y de difícil solución, debemos pedir al Espíritu Santo que nos guíe
“hasta la verdad plena”.
José Luis Sicre
¿VES A ESTA MUJER?
Dolores Aleixandre
Se lo preguntó un día Jesús a Simón el fariseo que,
incapaz de mirar más allá de las apariencias, juzgaba con dureza a la mujer que
ungía los pies de su invitado. Nos lo pregunta también a nosotros,
acostumbrados a leer una y mil veces los textos evangélicos “sin contar las
mujeres ni los niños”, o mirándolas como aquel ciego que, en lugar de personas,
solo veía árboles en movimiento.
¿Dónde está tu hermana?
Podemos aventurar, con poco margen de error, cuál
sería la respuesta a esta pregunta por parte de la mayoría de los varones
contemporáneos de Jesús: “Las mujeres están allí donde deben estar, en los
lugares que les han sido asignados según nuestras tradiciones y leyes. Su
espacio es el interior de la casa y no deben salir de ella sin ser acompañadas
por alguno de nosotros. No les está permitido hablar en público, ni dedicarse a
estudiar la ley y ningún rabino las aceptará nunca como discípulas. El trato
con ellas es peligroso ya que pueden contaminarnos con su impureza, como nos
previene el Levítico (Lev 15,19-33). Por eso deben estar alejadas del culto,
ocupar en el Templo un lugar aparte y permanecer tras la celosía en las
sinagogas. Su presencia es irrelevante a la hora de comenzar la oración y
tampoco están obligadas a recitar diariamente el Shemá, ni a subir en
peregrinación a Jerusalén en nuestras fiestas. Debe bastarles el encargo de encender
las velas en la celebración doméstica del sábado y cuidar algunos detalles
rituales.
Al ser emotivas e irracionales, parlanchinas y
débiles, su testimonio carece de validez; les corresponde ser sumisas y
procurar no caer en la vergüenza. Sobre el trato con ellas reflexionan nuestros
sabios: “Por las mujeres se han perdido muchos (…); vino y mujeres extravían a
hombres inteligentes” (Eclo 9,8; 19,3) “Ninguna herida como la del corazón,
ninguna maldad como la de la mujer” (Eclo 25,13). Sus sentencias están colmadas
de razón: “Más vale vivir en rincón de azotea que en posada con mujer
pendenciera” (Pr 21,9); “Gotera continua en día de chaparrón y mujer de mal
genio hacen pareja” (Pr 27,15); “La mujer iracunda deforma su aspecto y pone
cara hostil como de osa; cuando su marido se sienta con los compañeros, suspira
sin poderse contener” (Eclo 17,18).
Comentan también nuestros sabios que Dios se
preguntó de dónde podría sacar a la mujer: no de la cabeza del ’Adam, para que
ella no levante la cabeza por soberbia como las hijas de Sión (Is 3,16); no del
ojo, para que no haga de lechuza (Is 3,16); no de la oreja, para que no sea
indiscreta al escuchar como Sara (Gen 18,10); no de la boca, para que no sea
demasiado locuaz como Miryam (Nm 12,1); no del corazón, para que no sea
demasiado celosa como Raquel (Gen 30,1); no de la mano, para que no sea
demasiado ávida como Raquel (Gen 31,19); no del pie, para que no sea una
vagabunda como Dina (Gen 34,1); sino de una parte escondida del cuerpo, para
que sea modesta. Por eso oramos tres veces al día al Santo, bendito sea,
diciendo: “Bendito seas Señor porque no me has creado pagano, ni ignorante, ni
mujer”.
¿Qué palabras son estas?
En el año quince del reinado del emperador Tiberio,
siendo Poncio Pilato gobernador de Judea; Herodes, virrey de Galilea; su
hermano Filipo, virrey de Iturea y Traconítida, y Lisanio, virrey de Abilene,
bajo el sumo sacerdocio de Anás y Caifás, en la Galilea de los gentiles se oyó
una voz nueva que comenzó a generar un tejido sonoro: acompañaba la presencia
de un galileo itinerante llegado de Nazaret y se extendía como un rumor
insólito que provocaba asombro, sacudía conciencias y dejaba desvelados y
expectantes. Iban dejando a su paso un rastro de sorpresa y de júbilo: estaba
surgiendo algo nuevo e imprevisto, una energía poderosa que ponía en pie la
esperanza de la pobre gente. Hablaban de ello, lo comentaban, lo susurraban
entre ellos: en este hombre llamado Jesús, el tiempo de Dios se ha cumplido, el
Reino se ha acercado. Anuncia la buena noticia de la gracia de Dios, la
posibilidad de vivir la vida como una ocasión sorprendente y única. Las
palabras del profeta Isaías cobraban un nuevo sentido: “El pueblo que habitaba
en tinieblas vio una luz grande; a los que habitaban en sombras de muerte, una
luz les brilló” (Is 8, 23‑9,1).
El rumor llegó hasta las mujeres y muchas de ellas
se abrieron a aquella inaudita novedad y sintieron caer las cargas que pesaban
sobre sus hombros. Alguien hablaba del reino de Dios como de un espacio sin
dominación, anulaba las pretensiones de superioridad masculina, no se
interesaba por cuestiones de sexo o de pureza, actuaba con asombrosa libertad,
se relacionaba con las mujeres a través de sus cinco sentidos: miraba de
frente, escuchaba, dialogaba, no rehuía su contacto, ni sus perfumes ni su
afecto. Quizá recordaron el salmo: “El día le pasa el mensaje al día, la noche
se lo susurra a la noche…; como un esposo sale de su alcoba, contento como un
héroe a recorrer su carrera, nada se esconde de su calor…” (Sal 19, 2. 6).
Cuando aquel hombre hablaba de Dios, incorporaba a
su lenguaje las pequeñas cosas de la vida cotidiana que ellas conocían tan
bien: la levadura que hundían en la masa para hacerla fermentar; el manto que
se rompía si echaban un remiendo de tela nueva; el candil que encendían al
atardecer para alumbrar la casa; el agua que iban a buscar cada día a la
fuente; la sal con la que condimentaban las comidas; el arcón en el que
guardaban cosas nuevas y viejas; el aceite de sus alcuzas, el barrer cuidadoso
que les permitía encontrar una moneda perdida. Se sentían incluidas al escuchar
nombrar cosas que les ocurrían cada día: una boda, una enfermedad, niños que
jugaban en la plaza, un hijo que se iba de casa, una semilla de mostaza
plantada en el huerto, una recién parida con su hijo en brazos.
Aquellas realidades dejaban de ser irrelevantes y
se convertían en la escala que Jacob había visto en sueños y por ellas bajaban
y subían los mensajes de Dios; eran la arcilla de la que aquel Maestro se
servía para modelar sus palabras, la zarza ardiente en la que Dios se
revelaba.
“¡Dichoso el seno que te llevó y los pechos que te
criaron!”, exclamó entusiasmada una de ellas. “Dichosos más bien quienes
escuchan la Palabra de Dios y la guardan”, respondió él (Lc 11,27). Era una
bienaventuranza que anunciaba un mundo de iguales y abría ante ellas las
puertas del discipulado.
Dolores Aleixandre
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