Domingo XXIV Ordinario – Ciclo A (Mateo
18, 21-35) – 17 de septiembre de 2017
Cuando las 220 familias de las comunidades
de Bojayá, Vigía del Fuerte y otros pueblos del Chocó y Antioquia, a orillas
del río Atrato regresaron a sus viviendas, después de la masacre que perpetró
la guerrilla de las FARC en medio de ellos, todo el pueblo colombiano quedó
admirado de la dignidad de este pueblo. El 2 de mayo de 2002 un enfrentamiento
entre la guerrilla y los paramilitares ocasionó una de las más graves tragedias
ocurridas en la historia de nuestro país: 119 personas murieron, víctimas de un
ataque de la guerrilla, mientras estaban refugiadas bajo el amparo del Templo
parroquial de Bojayá. Las familias regresaron a su terruño en varias
embarcaciones, una de las cuales llevaba el significativo nombre de El
Arca de Noé. Como en el relato bíblico, el arco iris de la paz se convirtió
en señal de la alianza de Dios con su pueblo. Pero no todo estaba solucionado.
Al regresar, seguía habiendo presencia de la guerrilla y de los paramilitares
en la región. Sin embargo, la gente no quería seguir desplazada y
regresaron con las pobres garantías que les ofreció el gobierno.
Serafina, una de las señoras que regresó a
Bojayá junto con su familia, comentaba: “Me gustó lo de las coplas y las
pancartas. Pero la música no. Yo siento que todavía estamos de luto. (...) La
familia no la hace la sangre sino la gente que vive con uno. A mí se me murió
un primo, pero también casi 70 amigos y vecinos”. No estaban para fiestas ni
celebraciones. La memoria de los muertos sigue viva en medio de este pueblo.
Junto a esta realidad, a nivel mundial
recordamos en estos días la tragedia que vivió el pueblo norteamericano, y el
mundo entero, en el año 2001, lo mismo que las represalias que esta acción
terrorista produjo hacia el pueblo afgano y el mundo árabe. Recordamos el golpe
militar en Chile, y el asesinato de su presidente, Salvador Allende. El dolor
sufrido por los pueblos del mundo es tanto, que no podemos sino preguntarnos:
¿Cómo decirle a estas gentes de Bojayá, de Chile, de Afganistán, de la Torres
de Nueva York, de Irak, de Palestina… y de tantas otras partes, que no deben
perdonar siete veces, sino setenta veces siete? ¿Cómo explicar a una persona
que ha sido maltratada o que ha perdido a sus seres queridos, que Jesús nos
invita a perdonar como él nos perdona? ¿Perdonar es olvidar?
Aprender a perdonarse a sí mismo y dejarse
perdonar es un artículo escrito por el P. Juan Masiá Clavel, S.J. y publicado
en un libro que lleva por título “14 aprendizajes vitales”, de la
colección Serendipity Maior. En este artículo el P. Masiá afirma que en toda
experiencia humana en la que ha habido una herida de alguien hacia su prójimo,
existen dos víctimas: la persona agredida y la persona agresora: “La víctima no
es solamente la otra persona a la que yo he herido, sino yo mismo. Al hacer mal
a otra persona, me he perjudicado a mí mismo”.
Desde esta perspectiva, la parábola que
Jesús nos cuenta este domingo nos invita a colocarnos de ambos lados de la
experiencia: a veces somos personas perdonadas, pero no sanadas... el perdón de
Dios y de los demás no nos garantiza que después nos hagamos capaces de misericordia
y compasión. Otras veces herimos y somos heridos cuando herimos. La víctima no
es sólo el que es lastimado; también el agresor es víctima que hay que salvar.
Esto es, precisamente, lo que Jesús quiere que sus discípulos entiendan y vivan
con el milagro del perdón.
Hermann Rodríguez Osorio, S.J.
No hay comentarios:
Publicar un comentario