Domingo de Pentecostés – Ciclo C (Juan 14,15-16.23b-26) –
15 de mayo de 2016
He oído que la experiencia de fe en las personas tiene cuatro etapas: La
primera es la que viven los niños. Ellos creen lo que les dice su mamá, su papá
o su profesor. Las personas mayores son las que les dan seguridad y sentido.
Solos, no se sienten capaces de afrontar los peligros que constantemente los
acechan. No se imaginan la vida sin tener estas personas a su lado. Una segunda
etapa en el camino de la fe es la que viven los jóvenes, que creen en lo que
ven hacer a sus mayores y no en lo que les dicen. Exigen coherencia,
resultados. No se fían de las palabras que se lleva el viento. Necesitan
pruebas, al estilo de Tomás, que necesitaba ver las heridas en las manos, en
los pies y en el costado del Señor. La tercera etapa es la de los adultos, que
creen solamente en lo que ellos mismos hacen y no en lo que les dicen los demás
o en lo que ven hacer a los otros. Las personas adultas se van haciendo
autónomas, se rigen por sus propios principios. Un adulto sabe que lo que él
mismo no hace, nadie lo hará por él. La cuarta etapa que vivimos en nuestro
camino de fe, es la del anciano, que cree en Dios, sin más. Ha vivido muchas
experiencias y se ha ido desengañando de infinidad de seguridades pasajeras que
tuvo a lo largo de su existencia. Confió en sus estudios, en su trabajo, en sus
amistades, en las posesiones que tuvo. Pero, poco a poco, se ha dado cuenta de
que todo esto no eran más que vanidades. Sabe que se acerca el
momento definitivo del encuentro con el único Señor de su vida.
Lo que está detrás de todo esto es la experiencia del despojo que
vamos viviendo cada día y que se acentúa a medida que pasan los años. Un
anciano ya no tiene papá ni mamá. Ya no tiene profesores. Ya no tiene modelos
de referencia en otros adultos. Ya no se tiene ni siquiera a sí mismo. Se
siente sin fuerzas. No tiene otra alternativa que sentirse en las manos de Dios
como el niño de pecho se siente en manos de su madre. La vida nos va
despojando, poco a poco, de nuestras seguridades, hasta que nos piden entregar
la misma vida. Dicen que una vez en un velorio de un señor que había sido muy
rico, los que acompañaban a la familia del difunto discutían sobre lo que había
dejado este señor. Hacían cuentas y no lograban calcular la herencia que había
dejado a sus descendientes. Hasta que vino un hombre sabio y le dijo a los que
conversaban sobre esto: «Yo sé exactamente cuánto dejó este señor». «¿Cuánto
dejó?» Preguntaron todos, intrigados de que tuviera el dato exacto. Y el
hombre dijo: «Lo dejó TODO. Nadie se lleva nada de este mundo».
Hay que reconocer que esta visión de las cosas es
un poco pesimista. Según esto, sólo los ancianos llegan a tener una fe
auténtica. Sin embargo, creo que tiene mucho de verdad. Vamos a tientas,
poniendo nuestra fe en miles de cosas que no son Dios. Y muy lentamente, nos
vamos abriendo a una confianza plena en la acción del Señor en nuestras vidas.
La celebración de hoy es un excelente momento para preguntarnos por nuestra fe.
Para preguntarnos por aquello en que hemos puesto nuestra confianza. ¿Dónde
están nuestras seguridades? El resucitado sopló sobre sus discípulos y les
dijo: “Reciban el Espíritu Santo”. La pregunta que tenemos que hacernos hoy es
si creemos, efectivamente, que hemos recibido el Espíritu Santo en nuestro
bautismo y si lo seguimos recibiendo cada día a través de los sacramentos, como
el regalo más precioso que nos dejó el Señor. No deberíamos esperar a estar ya
al borde de la muerte para vivir una fe que sea capaz de soltarse de todo para
dejarse llevar por Dios. Para creer en el Espíritu Santo que el Señor nos
regaló.
Hermann
Rodríguez Osorio, S.J.
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