sábado, 26 de marzo de 2016

Sábado Santo

HACEMOS SILENCIO CON MARIA

Dolorosa, y recogida en su dolor, nos la quiso dejar el Señor. Desde entonces, en la piedad popular y en el corazón cristiano, la tenemos como la mejor confidente. Ella va susurrándonos cosas que el mundo no entiende ni quiere comprender pero que son como ráfagas de amor divino y que nos vienen muy bien para mantenernos orientados hacia el amor a Dios.

En esta alborada de Sábado Santo, mientras estamos expectantes a lo que está por venir, palpamos el amor de María a sus hijos: ”¡Madre ahí tienes a tus hijo!”

¿Sentirá, en este amanecer, excesivamente silencioso, la ternura, la acogida de los hijos hacia la Madre? ¡”Hijo ahí tienes a tu Madre”!

¿Por qué no adoptarla, cuando ha quedado despojada de aquellos que tanto le amaron: José antes y, en la cruz, luego Jesús?

¿Por qué no dejarnos tomar por Ella, cuando en cierta manera, también nosotros hemos quedado desconcertados por el trágico final de Jesús de Nazaret?

En estas horas del Sábado Santo, mientras añoramos el triunfo de la vida sobre la muerte, meditamos y rezamos en alto la presencia de Dios en María: encontraste gracia ante Dios aunque, una espada, la espada que hoy estás sintiendo de arriba abajo, en tu corazón, te pudiera hacer pensar que, Dios, es un aguafiestas.

Día de Sábado Santo. Nos hemos quedado sin Jesús. Aún humea el fuego en el Huerto de los Olivos; todavía estamos despertándonos del sueño en el que estuvimos sumidos; aún hoy, chirría en nuestros oídos, el ruido de las monedas por el que fue vendido Jesús o la incomprensible, pero anunciada, triple negación de Pedro.

Muchas cosas han cambiado y se han alterado en estos días. Tan sólo, el amor inquebrantable de María, sigue tan invariable como su semblante y su cuerpo estuvieron fieles al pie de la cruz.

Virgen, Virgen dolorida. Ni Dios, aún siendo la Madre de su Hijo, te quiso excluir de esta realidad que asola a tanto ciudadano de nuestro mundo: el sufrimiento, los interrogantes, la pruebas, las soledades como el gran cáncer de la modernidad. Nunca tenemos tantos medios para sentirnos acompañados y, por otro lado, nunca el hombre se ha sentido tan sólo.

¿Dónde está el secreto de tu comprensión, María, para todo lo que Dios pone en tu camino?

¿Dónde reside, María, el fondo de tu sensibilidad y de la fortaleza que nos demuestras?

Te hemos pintado con tantos colores, que nos cuesta verte así; dolorida, solidaria, desconcertada.

Mañana de Sábado Santo. Es el campo para que crezca la confianza y la espera. La distancia entre el absurdo y la gloria. La batalla entre el sepulcro y la vida. El momento que distancia, la Virgen que solloza, y la mujer alegre por el encuentro con el Resucitado.

Mientras el calvario se ha quedado vacío, sin ruidos, despojado y mudo - tan sólo roto en su horizonte por tres cruces desnudas, sangre, letreros, cuñas, maderaje y clavos por el suelo- una mujer, Tú, María, te hallas hermanada, cercana y conocedora del sentimiento de una Madre que llora, con fe, y con la esperanza de la mujer de Dios, que jamás desconfía.

¡María! Cuando los apóstoles están conmocionados, y todavía no repuestos de los acontecimientos, Tú, sigues rumiando a Dios. Intentando escrutar y buscar respuesta en las Escrituras. Apostando por un Creador que, lo que promete, cumple hasta los límites más insospechados.

¡Déjanos, María, acompañarte en éste, tu personal calvario! Si en el silencio –con escasas siete palabras murió Jesús en la cruz- Tú, en este instante, permaneces sigilosa. Porque sabes que en el silencio Dios habla. Porque conoces, por propia experiencia, que en las horas amargas, es el Padre quien sale al encuentro. Porque crees, añoras y meditas inmensidades divinas en tu corazón, aunque Dios te pruebe en la noche oscura, en este día de calma. ¿Acaso, hoy María, es el único momento de soledad? ¿No lo fue la Anunciación cuando el Angel te sorprendió sola? ¿Belén no fue la ciudad, pequeña e ingrata, ante la que pasaste con soledad inquieta buscando posada? ¿Y no fue una gruta la que te hizo saborear, una vez más, que Dios vino sólo y en el silencio? ¡En cuántos momentos, como el de hoy, María..te sentiste tremendamente sola.

Hoy, como en aquel lejano día, sonará con especial realismo y crudeza lo que ya el anciano Simeón predijo: aquella espada, de ayer y tan de hoy, lastimó tu corazón pero no lo partió. Hirió tus entrañas, pero no desahuciaron a Dios. Laceró tu amor humano pero nunca diste la espalda al amor divino. ¿Cómo lo hiciste María?
Su padre y su madre estaban admirados de lo que se decía de él. Simeón les bendijo y dijo a María, su madre: "Este está puesto para caída y elevación de muchos en Israel, y para ser señal de contradicción -¡y a ti misma una espada te atravesará el alma! - a fin de que queden al descubierto las intenciones de muchos corazones."

¿Cómo permanecer fieles a ese amor tan respondido, hoy, con el silencio de Dios? ¿Cómo responder con la talla y la altura, la dignidad y el saber estar que Tú, María, demuestras en estas horas de orfandad para el mundo?


¿Quién de los que estamos, acompañando a María en su soledad, no hemos tenido alguna vez una experiencia ingrata; un trago amargo; una dificultad que nos superaba; algo, por lo que hubiésemos dado toda nuestra fortuna y fama, para evadirnos de ello?

Mañana de Sábado Santo; hoy, aquí y ahora, hay tanto silencio y calma como en aquel mágico momento de la Anunciación del Señor a María: ¡No temas! ¡No temas! ¡No temas! Tal vez, este pensamiento –palabras del Ángel que sonaron en Nazaret- servirá como consuelo y seguridad a Santa María: ¡No temas! Si encontraste gracia ante Dios, ¿Cómo te va a dejar abandonada, cuando a simple vista, sin Jesús por los caminos ni en las plazas, parece no existir nada?

Y es que, el amor, dicen que es más puro, más sólido, más verdadero cuando es probado con el sufrimiento.

Pues María, si es por eso, catapulta el amor, su incondicional amor, en la cima jamás soñada: ¡Cuánto más me pruebas, mi Dios, más te quiero mi Señor! ¡Cuánto mas sola me siento, más miro hacia el cielo! ¡Cuánto más toco el sepulcro de Cristo, más vibro porque el grano, pronto, dará su fruto!

Las horas grandes de los hombres, no vienen definidas por los puntuales y exuberantes éxitos. Las grandes horas de María, las estamos viviendo, ahora, aquí, con Ella.

En el silencio, se mira –una y otra vez- las manos asegurándose de que todo no ha sido un sueño. De que han sido manos que, ayer, abrazaron a Cristo camino del Calvario; las que lo sostuvieron cuando lo bajaron de la cruz: las mismas manos de Madre, que lo sembraron en el fondo de un sepulcro nuevo y prestado.

Mañana de Sábado Santo. Se ha detenido el viento. Mientras unos se afanan en recoger los restos de la pasión, María confía en cosechar el esfuerzo de tanta entrega, sufrimiento, amor, perdón y misericordia de su hijo: la resurrección.

Mañana de Sábado Santo. En la Soledad de María aprendemos a beber el contenido de la esperanza, que no es otra sino esperar contra toda esperanza. Como lo hicieron tantos hombres de bien en el Antiguo Testamento. Como tantos Patriarcas y Profetas. Como su querido esposo San José.

Esperar. ¡He aquí el misterio que se sostiene en este Sábado Santo! Allá, en el sepulcro, una semilla aguarda la mano poderosa de Dios. El ser levantado para la salvación del hombre. E fin de tanta humillación, escarnio e incomprensión.

Vino a los suyos, y Jesús, no fue reconocido por ellos.

Pero María, ¡qué decir de María! de Ella nació, con ella creció, de Ella aprendió el amor a Dios y a los hombres.
Por eso, en esta mañana de Sábado Santo, sólo queda Ella: recordando palabras, situaciones, caricias al que un día fue niño, ingratitudes, huidas a Egipto y disgustos por Aquel que siempre habló sin tapujos.

Durante su soledad, María aguarda llena de esperanza el encuentro definitivo con su Hijo. Había dicho Jesús: «Volveré y los tomaré conmigo, para que donde esté yo estéis también vosotros» (Jn 14,3). Ella tiene la certeza de la vida eterna prometida ; por eso alienta en los cristianos la esperanza de la propia resurrección y del triunfo definitivo de Jesucristo.

¿Dónde estará mi Hijo? ¡Ojala yo pudiera estar también con El! Jesucristo María. Es la única luz que ilumina, junto con la lámpara de algún apóstol que desde alguna esquina tímidamente observa, la penumbra de este día donde la semilla ha sido enterrada para que mañana, muy pronto, resurja y a todos nos dé un día el ciento por uno.

María. No te quedes en tu soledad. Hoy, aquí tus hijos, te acompañamos con el sentimiento, con la contemplación, con la fidelidad, con el dolor –pero sobre todo- sabiendo que Dios tiene la última palabra. Y, ésta, no es precisamente la muerte.

Soledad la de este día, en María, preludio de aquella otra soledad que –en compañía de Juan- ofrecerá y dedicará para ayudar, alimentar, animar y fortalecer a sus nuevos hijos: nosotros y, dentro de una hermosa casa, la Iglesia.


¡María!

Amén.

Javier Leoz

Tomado de: 
http://sanvicentemartirdeabando.org/triduo_pascual2016/sabado/hacemos_silencio_con_maria.htm

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