Domingo XXXI del tiempo ordinario – Ciclo B (Mateo 5, 1-12ª) – 1 de diciembre de 2015
Para celebrar la fiesta de todos los santos, la Iglesia nos propone la meditación de las Bienaventuranzas que nos ofrece el Señor a través del evangelio de san Mateo. Todo un programa de santidad que nos desborda, pero nos mantiene en movimiento hacia Dios. En un documento del Papa Juan Pablo II sobre la Iglesia en América, encontramos una definición de la santidad que me parece que nos puede iluminar hoy:
“En el camino de la santidad, Jesucristo es el punto de referencia y el modelo a imitar: Él es «el Santo de Dios y fue reconocido como tal (cf. Mc 2, 24). El mismo nos enseña que el corazón de la santidad es el amor, que conduce incluso a dar la vida por los otros (cf. Jn 15, 13). Por ello, imitar la santidad de Dios, tal y como se ha manifestado en Jesucristo, su Hijo, no es otra cosa que prolongar su amor en la historia, especialmente con respecto a los pobres, enfermos e indigentes (cf. Lc 10, 25ss)» (Ecclesia in America, No. 30)
El corazón de la santidad es el amor, que conduce a dar la vida por los demás, como el mismo Cristo dio su vida por nosotros. Esto significa, prolongar su amor en la historia, especialmente hacia los más desfavorecidos de nuestra sociedad. Esta es la santidad a la que nos llama hoy la Iglesia. No una santidad de encierro ni de un sacrificio estéril, sino capaz de engendrar vida a su alrededor. Los santos que reconocemos hoy están atravesados de heridas, pero no por el resultado de la autoflagelación, sino porque en el dinamismo que los lleva a salir de sí mismos, se van haciendo flecos por amor.
En este sentido, la frase del evangelio que encabeza esta reflexión, no es una excusa barata para resignarnos a los padecimientos de esta vida, con la esperanza de alcanzar un premio en la otra, como muchas veces se ha utilizado de una forma alienante. El gran premio del cielo comienza aquí en esta tierra. Tiene que comenzar, porque el reino les pertenece, porque recibirán consuelo, porque recibirán la tierra que Dios les ha prometido, porque quedarán saciados, porque alcanzarán misericordia, porque verán a Dios, porque serán llamados hijos de Dios... En una palabra, porque serán santos, como Dios mismo es santo.
La pregunta que nos debería asaltar en esta festividad, es si ya estamos comenzando a participar de esta experiencia de despojo y, por tanto, de santidad, con la que Dios quiere bautizar a todos sus hijos e hijas. Preguntarnos si estamos convencidos de lo que repetimos en la primera plegaria eucarística sobre la reconciliación: “Oh Dios que desde el principio del mundo haces cuanto nos conviene para que seamos santos como tu mismo eres santo...”. Dios está haciéndonos santos cada día y a cada instante. Por eso, terminamos pidiendo, con la plegaria citada: “Ayúdanos a preparar la venida de tu reino, hasta la hora en que nos presentemos ante ti, santos entre los santos del cielo...”
Hermann Rodríguez Osorio, S.J.
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