Domingo XXII del tiempo ordinario – Ciclo B (Marcos 7,1-8.14-15.21-23) – 30 de agosto de 2015
Albert Einstein solía decir: “Es más fácil desintegrar un átomo que un pre-concepto”. Los prejuicios son muy fuertes, como lo demuestra la experiencia de un grupo de científicos que colocó cinco monos en una jaula, en cuyo centro acomodaron una escalera y, sobre ella, un montón de bananos. Cuando un mono subía la escalera para agarrar los bananos, los científicos lanzaban un chorro de agua fría sobre los que quedaban en el suelo. Después de algún tiempo, cuando un mono iba a subir la escalera, los otros lo agarraban a palos. Pasado algún tiempo más, ningún mono subía la escalera, a pesar de la tentación de los bananos. Entonces, los científicos sustituyeron uno de los monos. La primera cosa que hizo fue subir la escalera, siendo rápidamente bajado por los otros, quienes le pegaron. Después de algunas palizas, el nuevo integrante del grupo ya no subió más la escalera.
Un segundo mono fue sustituido, y ocurrió lo mismo. El primer sustituto participó con entusiasmo de la paliza al novato. Un tercero fue cambiado, y se repitió el hecho. El cuarto y, finalmente, el último de los veteranos fue sustituido. Los científicos quedaron, entonces, con un grupo de cinco monos que, aun cuando nunca recibieron un baño de agua fría, continuaban golpeando a aquel que intentase llegar a los bananos. Si fuese posible preguntar a algunos de ellos por qué le pegaban a quien intentase subir la escalera, con certeza la respuesta sería: "No sé, las cosas siempre se han hecho así aquí..." ¿Será que esto nos suena conocido? ¿Por qué estamos haciendo las cosas de una manera, si a lo mejor las podemos hacer de otra?
Cuando los fariseos y los maestros de la ley se dieron cuenta de que algunos discípulos de Jesús comían con las manos impuras, le preguntan a Jesús: “¿Por qué tus discípulos no siguen la tradición de nuestros antepasados sino que comen con las manos impuras?” Jesús, entonces, contestó: “Bien habló el profeta Isaías acerca de lo hipócritas que son ustedes, cuando escribió: ‘Este pueblo me honra con la boca, pero su corazón está lejos de mí. De nada sirve que me rindan culto: sus enseñanzas son mandatos de hombres’. Porque ustedes dejan el mandato de Dios para seguir las tradiciones de los hombres”.
A partir de esta reflexión, el Señor recuerda a los que cuestionan el cambio de las costumbres humanas que “Nada de lo que entra de afuera puede hacer impuro al hombre. Lo que sale del corazón del hombre es lo que lo hace impuro. (...) Porque de adentro, es decir, del corazón de los hombres, salen los malos pensamientos, la inmoralidad sexual, los robos, los asesinatos, los adulterios, la codicia, las maldades, el engaño, los vicios, la envidia, los chismes, el orgullo y la falta de juicio. Todas estas cosas malas salen de dentro y hacen impuro al hombre”. Entre nosotros también pueden aparecer preguntas como las de los fariseos y los maestros de la ley. Muchas cosas las hacemos como las hacemos, porque así se han hecho siempre. Como los monos del experimento, repetimos las costumbres sin preguntarnos por qué lo hacemos así. Jesús nos quiere libres para saber reconocer cuál es el verdadero origen del mal en el mundo y no achacarlo a las costumbres humanas, que siempre pueden cambiar.
Hermann Rodríguez Osorio, S.J.
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