Domingo XXXII
Ordinario – Ciclo A (Mateo
25, 1-13) – 9 de noviembre de 2014
La señora Julia
Morante es una campesina que estará pasando ya los ochenta abriles. Cuando la
conocí, hace unos 20 años, ya viuda y con la mayoría de sus hijos e hijas
casados y organizados, seguía madrugando todos los días del año, con lluvia o
sin ella, festivos o laborales, a ordeñar las vacas de don Noé Mora, uno de los
vecinos ricos de la vereda de Pajarito, en el municipio de Tausa, al norte de
Zipaquirá. Ordeñando vacas fue como levantó a su familia en medio de la pobreza
digna de los campesinos de esta zona del país. Años más tarde, recordaba a doña
Julia cuando le oía decir a un humorista argentino que las vacas no dan leche... se
la sacan...
Cuando
llegábamos los juniores a su casa todos los fines de semana, hervía un poco de
leche y nos brindaba un trozo de pan con una deliciosa taza de leche, todavía
humeante. De ella aprendimos algo que en las cocinas de las ciudades no pasa de
ser un pequeño incidente, desgraciadamente frecuente, pero que en el contexto
de doña Julia era algo muy importante. Según una creencia generalizada entre
los campesinos de estas veredas, cuando la leche hervida se riega sobre la
estufa de carbón de piedra, las ubres de las vacas de cuartean y esto impide su
ordeño adecuado. Por eso, doña Julia estaba muy atenta al momento en que la
lecha comenzaba a subir por los bordes de la olleta que usaba para hervirla.
No hay cosa más
inesperada, ni más frecuente, que la leche que se derrama sobre las estufas de
este país. Si uno se queda mirando la leche, parece que nunca va a hervir. Pero
basta un pequeñísimo descuido y las ubres de las vacas sufren las fatales
consecuencias; además, limpiar una estufa con leche regada por todas partes, es
de lo más incómodo que hay en la cocina.
Según la
parábola que Jesús nos cuenta este domingo, esta es una más de las
características del reino de Dios: llega sin avisar. Hay que estar preparados,
porque no sabemos ni el día ni la hora. Las cinco muchachas previsoras van
a esperar al novio, en medio de la noche, aperadas con suficiente aceite para
las lámparas. En cambio, las cinco muchachas despreocupadas no
llevaban aceite para llenar las lámparas por segunda vez. Por eso, a
medianoche, cuando llegó por fin el novio, las primeras entraron a la boda,
mientras que las segundas tuvieron que ir a comprar más aceite para sus
lámparas. Cuando volvieron diciendo, “¡Señor, señor, ábrenos!”, no fueron
aceptadas en la fiesta. Podríamos decir que ya no valió llorar sobre la leche
derramada... Por eso, tenemos que estar despiertos y atentos delante de la olla
de nuestra vida, como doña Julia, “porque no sabemos ni el día ni la hora”.
Un saludo cordial.
Hermann Rodríguez Osorio, S.J.
Decano Académico
Facultad de Teología
Pontificia Universidad Javeriana
No hay comentarios:
Publicar un comentario