Domingo Ordinario XXIV –
Ciclo C (Lucas 15, 1-32) 15 de septiembre de 2013
Ya habían pasado las 9 de la noche cuando llegué a la casa cansado por
el día de trabajo y de estudio que terminaba. Me llamó la atención oír ruido al
acercarme al apartamento. Le pregunté al portero qué pasaba. Me contó que mi
hermano menor había llegado y cómo mi papá y mi mamá habían organizado una fiesta
para recibirlo. Habían invitado a algunos vecinos y familiares a comer. Quedé
sorprendido porque ya habían pasado tres años desde el día en que mi hermano se
había marchado sin dejar el menor rastro. Antes de desaparecer, había hecho
sufrir mucho a mis papás, porque en su afán por conseguir con qué comprar la
droga que lo tenía esclavizado, había ido desmantelando la casa de todo tipo de
electrodomésticos y objetos de cierto valor. Lo último que hizo, antes de irse,
fue robarse los pocos ahorros que mis papás habían logrado reunir a lo largo de
toda la vida de sacrificios y esfuerzos.
Sentí mucha rabia al saber que se había organizado una fiesta para
recibir a este zángano que no sabía sino gastar lo que otros trabajaban. Me
negué a entrar. Mi papá y mi mamá salieron para tratar de convencerme de que me
uniera a la fiesta. Confieso que mi reacción fue muy dura con ellos: “De
ninguna manera pienso aprobar con mi presencia la alcahuetería de ustedes con
este vago que no ha hecho otra cosa que hacerlos sufrir, primero con sus vicios
y robos, y luego con una ausencia de tres años sin dar la menor señal de vida.
¿No se dan cuenta de lo que están haciendo? Le están diciendo que todo lo que
hizo estuvo bien y que puede seguir con lo mismo siempre. En lugar de educarlo
y hacerle ver su error, lo que están haciendo es premiarlo por lo que hizo.
¿Cuándo han organizado ustedes una fiesta para celebrar mis cumpleaños con mis
amigos? Me he pasado la vida aquí al lado de ustedes sin desacatar la más
mínima orden, estudiando y trabajando para ayudar a sostener los gastos de la
casa, y nunca me lo han agradecido. En cambio, ahora, llega este muchachito y
convierten esto en una fiesta”.
Los argumentos que me dieron no me convencieron. Decían de todas las
formas que estaban contentos porque el hijo que se les había perdido había
aparecido y que se alegraban por saber que estaba vivo el que ya daban por
muerto. No lo podía creer. Era algo que desbordaba mi capacidad de comprensión.
No entendía cómo podía ser posible que hubieran olvidado los muchos ratos
amargos que habían tenido por su culpa, antes y después de su desaparición tres
años atrás. Estoy seguro de que ustedes también comparten mis sentimientos y no
tendrían agallas para celebrar la llegada de un hijo o un hermano que se
hubiera portado así con la familia. No me cabe en la cabeza que haya alguien
que no sienta lo mismo que yo. Después de todo, Dios no nos pide cosas que
estén por encima de nuestras capacidades.
Las parábolas que
nos presenta hoy la liturgia de la Palabra, son la manera como Jesús quiso
revolucionar radicalmente la imagen de Dios que tenían sus contemporáneos. En
lugar de un Dios justiciero y castigador, Jesús nos presenta un Dios que se
alegra más por la conversión de un solo pecador, que por noventa y nueve justos
que no necesitan cambiar nada de su vida. ¿Nuestra imagen de Dios se parece más
al del hijo mayor que no es capaz de perdonar, o al padre que se alegra por
encontrar al que estaba perdido?
Un saludo cordial.
Hermann Rodríguez Osorio, S.J.
Decano Académico
Facultad de Teología
Pontificia Universidad Javeriana
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