Domingo V del Tiempo Ordinario – Ciclo A (Mateo 5, 13-16)
Reflexiones:
Hermann Rodríguez
Osorio, S.J. - “(...) procuren ustedes que su luz brille delante de la
gente”
Cuenta la leyenda que una vez una serpiente empezó a perseguir a una
luciérnaga. Ésta huía rápido con miedo de la feroz predadora y la serpiente al
mismo tiempo no desistía. Huyó un día y ella la seguía, dos días y la seguía. Al tercer día, ya sin fuerzas, la
Luciérnaga se detuvo y le dijo a la serpiente: ¿Puedo hacerte tres
preguntas? –No acostumbro dar entrevistas a nadie, pero como te voy a devorar, puedes preguntar, contestó la serpiente.
–¿Pertenezco a tu cadena alimenticia?, preguntó la luciérnaga –No, contestó la
serpiente –¿Te hice algún mal?, volvió a preguntar la luciérnaga –No, respondió la serpiente –Entonces, ¿por qué quieres acabar
conmigo? –Porque no soporto verte brillar, fue la respuesta simple que dio la
serpiente, antes de devorar a la luciérnaga.
“Ustedes son la sal de este mundo. Pero si la sal deja de estar salada,
¿cómo podrá recobrar su sabor? Ya no sirve para nada, así que se la tira a la
calle y la gente la pisotea. Ustedes son la luz de este mundo. Una ciudad en lo
alto de un cerro no puede esconderse. Ni se enciende una lámpara para ponerla
bajo un cajón; antes bien, se la pone en lo alto para que alumbre a todos los
que están en la casa. Del mismo modo, procuren ustedes que su luz brille
delante de la gente, para que, viendo el bien que ustedes hacen, todos alaben a
su Padre que está en el cielo”. Estas palabras de Jesús son el mensaje que nos
regala hoy el Evangelio. Toda una buena noticia que se constituye en una tarea
para todos los cristianos.
La sal servía antiguamente para evitar la putrefacción de los alimentos.
Incluso, la sal fue para muchas sociedades el elemento que permitió realizar
las primeras actividades comerciales de las que se tiene noticia. Hoy en día,
en los lugares en los que no hay energía eléctrica y no se cuenta con medios
para conservar los alimentos, se sigue teniendo la costumbre de salar las
comidas para evitar que se dañen. Con los alimentos salados se podían hacer
largos viajes sin perder las provisiones necesarias. La sal, por tanto, da
sabor, y evita la descomposición. Sin sal, una sociedad está abocada a la
corrupción y a la descomposición de sus miembros y de sus instituciones. Por su
parte, la luz ha servido siempre para alumbrar y dar calor al hogar.. Alrededor
de la luz se reunían y se reúnen las familias para compartir la sabiduría de
los mayores. Por esto, la luz también representa el saber necesario para la
supervivencia humana. La luz ha señalado también el rumbo de los caminantes en
medio de la noche. Una sociedad que pierda la luz, termina perdiendo el saber y
el sentido de su marcha hacia el futuro.
El sabor y el saber se convierten en
una dualidad fundamental en el camino de la vida, porque vivir es ante todo
encontrarle a la vida sentido (luz) y gusto (sal). Es decir, hay que aprender a
vivir con saber y con sabor. Si logramos encontrarle a nuestra vida sentido
pero no encontramos gusto, viviremos densamente, pero tristes. Si vivimos con
gusto, pero sin encontrarle un sentido profundo, viviremos divertidos pero
vacíos. Vivir con saber es vivir con sentido, saber por qué se vive. Vivir con
sabor es vivir con gusto, encontrar cómo hay que vivir. Y no tenemos que perder
de vista que a los corruptos, y a los que no quieren que el mundo encuentre su
camino, les molesta la sal y luz. Como la serpiente primordial, hoy también hay
quienes no soportan sentir el sabor de la sal ni el resplandor de la luz que
estamos llamados a regalarle a la sociedad y a la iglesia.
José Antonio Pagola -
LA LUZ DE LAS BUENAS OBRAS
Los seres humanos tendemos a aparecer ante los demás como más
inteligentes, más buenos, más nobles de lo que realmente somos. Nos pasamos la
vida tratando de aparentar ante los demás y ante nosotros mismos una perfección
que no poseemos.
Los psicólogos dicen que esta tendencia se debe, sobre todo, al deseo de
afirmarnos ante nosotros mismos y ante los otros, para defendernos así de su
posible superioridad.
Nos falta la verdad de «las buenas obras», y llenamos nuestra vida de
palabrería y de toda clase de disquisiciones. No somos capaces de dar al hijo
un ejemplo de vida digna, y nos pasamos los días exigiéndole lo que nosotros no
vivimos.
No somos coherentes con nuestra fe cristiana, y tratamos de
justificarnos criticando a quienes han abandonado la práctica religiosa. No
somos testigos del evangelio, y nos dedicamos a predicarlo a otros.
Tal vez hayamos de comenzar por reconocer pacientemente nuestras
incoherencias, para presentar a los demás solo la verdad de nuestra vida. Si
tenemos el coraje de aceptar nuestra mediocridad, nos abriremos más fácilmente
a la acción de ese Dios que puede transformar todavía nuestra vida.
Jesús habla del peligro de que «la sal se vuelva sosa». San Juan de la
Cruz lo dice de otra manera: «Dios os libre que se comience a envanecer la sal,
que, aunque más parezca que hace algo por fuera, en sustancia no será nada,
cuando está cierto que las buenas obras no se pueden hacer sino en virtud de
Dios».
Para ser «sal de la tierra», lo importante no es el activismo, la
agitación, el protagonismo superficial, sino «las buenas obras» que nacen del
amor y de la acción del Espíritu en nosotros.
Con qué atención deberíamos escuchar hoy en la Iglesia estas palabras
del mismo Juan de la Cruz: «Adviertan, pues, aquí los que son muy activos y
piensan ceñir el mundo con sus predicaciones y obras exteriores, que mucho más
provecho harían a la Iglesia y mucho más agradarían a Dios... si gastasen
siquiera la mitad de ese tiempo en estarse con Dios en oración».
De lo contrario, según el místico doctor, «todo es martillear y hacer
poco más que nada, y a veces nada, y aún a veces daño». En medio de tanta
actividad y agitación, ¿dónde están nuestras «buenas obras»? Jesús decía a sus
discípulos: «Alumbre vuestra luz a los hombres para que vean vuestras buenas
obras y den gloria al Padre».
Fuente: http://www.gruposdejesus.com
Fray Marcos - DÉJATE
ILUMINAR E ILUMINARÁS.
PREOCÚPATE DE SER UNA PERSONA SALADA
El texto que acabamos de escuchar es continuación de las
bienaventuranzas, que leímos el domingo pasado. Estamos en el principio del
primer discurso de Jesús en el evangelio de Mt. Es, por tanto, un texto al que
se le quiere dar suma importancia. Se trata de dos comparaciones aparentemente
sin importancia, pero que tienen un mensaje de gran valor para la vida del
cristiano, pues su tarea más importante sería estar ardiendo e iluminar.
El mensaje de hoy es simplicísimo, con tal que demos por supuesta una realidad
que es de lo más complicada. Efectivamente, todo el que ha alcanzado la
iluminación, ilumina. Si una vela está encendida, necesariamente tiene que
iluminar. Si echas sal a un alimento, necesariamente quedará salado. Pero, ¿qué
queremos decir cuando aplicamos a una persona humana el concepto de iluminado?
¿Qué es una persona plenamente humana?
Todos los líderes espirituales, pero sobre todo en el budismo, enseñan
lo mismo. Buda significa eso: el iluminado. ¡Qué difícil es entender lo que eso
significa! En realidad solo lo podemos comprender en la medida que nosotros
mismos estemos iluminados. Está claro, sin embargo, que no nos referimos a
ninguna clase de luz material ni de ningún conocimiento especial. Nos referimos
más bien a un ser humano que ha despertado, es decir, que ha desplegado todas
sus posibilidades de ser humano. Estaríamos hablando del ideal de ser humano.
Esto es precisamente lo que nos está diciendo el evangelio. Da por
supuesto todo el proceso de despertar y considera a los discípulos ya
iluminados y en consecuencia, capaces de iluminar a los demás. Pero como nos
dice el budismo, eso no se puede dar por supuesto, tenemos que emprender la
tarea de despertar. Sería inútil que intentáramos iluminar a los demás estando
nosotros apagados, dormidos. En el budismo el iluminar a los demás estaría
significado por la primera consecuencia de la iluminación, la compasión.
Hay un aspecto en el que la sal y la luz coinciden. Ninguna es
provechosa por sí misma. La sal sola no sirve de nada para la salud, solo es
útil cuando acompaña a los alimentos. La luz no se puede ver, es absolutamente
oscura hasta que tropieza con un objeto. La sal, para salar, tiene que
deshacerse, disolverse, dejar de ser lo que era. La lámpara o la vela produce
luz, pero el aceite o la cera se consumen. ¡Qué interesante! Resulta que Mi
existencia solo tendrá sentido en la medida que me consuma en beneficio de los
demás.
La sal es uno de los minerales más simples (cloruro sódico), pero
también más imprescindibles para nuestra alimentación. Pero tiene muchas otras
virtudes que pueden ayudarnos a entender el relato. En tiempo de Jesús se
usaban bloques de sal para revestir por dentro los hornos de pan. Con ello se
conseguía conservar el calor para la cocción. Esta sal con el tiempo perdía su
capacidad térmica y había que sustituirla. Los restos de las placas retiradas
se utilizaban para compactar la tierra de los caminos.
Ahora podemos comprender la frase del evangelio: “pero si la se
desvirtúa, ¿con qué se salará?; no sirve más que para tirarla y que la pise la
gente”. La sal no se vuelve sosa. Esta sal de los hornos, sí podía perder la
virtud de conservar el calor. La traducción está mal hecha. El verbo griego que
emplea tiene que ver con “perder la cabeza”, “volverse loco”. En latían
“evanuerit” significa desvirtuarse, desvanecerse. Debía decir: si la sal se
vuelve loca o si la sal pierde su virtud, ¿cómo podrá recuperarse? Esa
sal “quemada” no servía más que para pisarla.
No podemos hacernos una idea de lo que Jesús pensaba cuando ponía estos
ejemplos pero seguro que no hacía referencia a conocimiento doctrinal ni a
normas morales ni a ningún rito litúrgico. Seguro que ya intuían lo que hoy
nosotros sabemos: la sal y la luz es lo humano. Es curioso que haya llegado a
nosotros un proverbio romano que, jugando con las palabras, dice: no hay nada
más importante que la sal y el sol. Muy probablemente estas comparaciones, utilizadas
en los evangelios, hacen referencia a algún refrán ancestral que no ha llegado
hasta nosotros.
La sal actúa desde el anonimato, ni se ve ni se aprecia. Si un alimento
tiene la cantidad precisa, pasa desapercibida, nadie se acuerda de la sal. Cuando
a un alimento le falta o tiene demasiada, entonces nos acordamos de ella. Lo
que importa no es la sal, sino la comida sazonada. La sal no se puede salar a
sí misma. Pero es imprescindible para los demás alimentos. Era tan apreciada
que se repartía en pequeñas cantidades a los trabajadores, de ahí procede la
palabra tan utilizada todavía de “salario” y “asalariado”
Jesús dice que “sois la sal, sois la luz”. El artículo determinado nos
advierte que no hay otra sal, que no hay otra luz. Todos tienen derecho a
esperar algo de nosotros. El mundo de los cristianos no es un mundo cerrado y
aparte. La salvación que propone Jesús es la salvación para todos. La única
historia, el único mundo tiene que quedar sazonado e iluminado por la vida de
los que siguen a Jesús. Pero cuidado, cuando la comida tiene exceso de sal se
hace intragable. La dosis tiene que estar bien calculada. No debemos atosigar a
los demás con nuestras imposiciones.
Cuando se nos pide que seamos luz del mundo, se nos está exigiendo algo
decisivo para la vida espiritual propia y de los demás. La luz brota siempre de
una fuente incandescente. Si no ardes, no podrás emitir luz. Pero si estás
ardiendo, no podrás dejar de emitir luz y calor. Solo si vivo mi humanidad,
puedo ayudar a los demás a desarrollar la suya propia. Ser luz significa
desplegar nuestra vida espiritual y poner todo ese bagaje al servicio de los
demás.
Debemos de tener cuidado de iluminar, no deslumbrar. Debe estar al
servicio del otro, pensando en el bien del otro y no en mi vanagloria. Debemos
dar lo que el otro espera y necesita, no lo que nosotros queremos imponerle.
Cuando sacamos a alguien de la oscuridad, debemos dosificar la luz para no
dañar sus ojos. Los cristianos somos mucho más aficionados a deslumbrar que a
iluminar. Cegamos a la gente con imposiciones excesivas y hacemos inútil el
mensaje de Jesús para iluminar la vida real de cada día.
En el último párrafo, hay una enseñanza esclarecedora. “Para que vean
vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre”. La única manera eficaz
para trasmitir el mensaje son las obras. Una actitud verdaderamente evangélica
se transformará inevitablemente en obras. Evangelizar no es proponer una
doctrina muy elaborada y convincente. No es obligar a los demás a aceptar
nuestra propia ideología o manera de entender la realidad. Se trataría más
bien, de ayudarle a descubrir su propio camino desde los condicionamientos
personales en lo que vive.
En las obras que los demás perciben se tienen que poner al descubierto
mis actitudes internas. Las obras que son fruto solo de una programación
externa no ayudan a los demás a encontrar su propio camino. Solo las obras que
son reflejo de una actitud vital auténtica son cauce de iluminación para los
demás. Lo que hay en mi interior solo puede llegar a los demás a través de las
obras. Toda obra hecha desde el amor y la compasión es luz. Los que tenemos una
cierta edad nos hemos conformado con un cristianismo de programación, por eso
nadie nos hace caso.
Meditación
Puedo desplegar mi capacidad de sazonar
o puedo seguir toda mi vida siendo
insípido.
Puedo vivir encendido y dar calor y luz
o puedo estar apagado y llevar frío y
oscuridad a los demás.
Soy sal para todos los que me rodean
en la medida que hago participar a
otros de mi plenitud humana.
Soy luz en la medida que vivo mi
verdadero ser.
Fray Marcos
Fuente: http://feadulta.com/
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