sábado, 26 de octubre de 2019

Domingo XXX del Tiempo Ordinario – Ciclo C


Domingo XXX del Tiempo Ordinario – Ciclo C (Lucas 18, 9-14) – 27 de octubre de 2019



Hermann Rodríguez Osorio - “(...) por considerarse justos, despreciaban a los demás”


Cuentan que un hombre que iba creciendo en su vida espiritual, llegó un momento en el que se dio cuenta de que era santo... En ese mismo instante, retrocedió todo el camino que había recorrido y tuvo que volver a comenzar desde cero. Cuando una persona va trabajando intensamente en su proceso de crecimiento espiritual, tiene que cuidarse de dos amenazas: la primera es perder la esperanza y pensar que nunca va a alcanzar la meta. La segunda, no menos peligrosa, es pensar que ya llegó. Las dos situaciones son igualmente nocivas. Ambas producen un estancamiento en el camino espiritual.

La parábola que Jesús nos cuenta este domingo, fue dicha para “algunos que, seguros de sí mismos por considerarse justos, despreciaban a los demás”. Dice Jesús que “dos hombres fueron al templo a orar: el uno era fariseo, y el otro era uno de esos que cobran impuestos para Roma. El fariseo, de pie, oraba así: ‘Oh Dios, te doy gracias porque no soy como los demás, que son ladrones, malvados y adúlteros, ni como ese cobrador de impuestos. Yo ayuno dos veces a la semana y te doy la décima parte de todo lo que gano’. Pero el cobrador de impuestos se quedó a cierta distancia, y ni siquiera se atrevía a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho y decía: “¡Oh Dios, ten compasión de mí, que soy pecador!” Dos actitudes que representan formas distintas de presentarse ante Dios. La primera, del que se siente justificado y seguro; cree que su comportamiento corresponde al plan de Dios; esta persona piensa que no necesita crecer más; tal como está, merece el premio para el cual ha venido trabajando intensamente. La segunda, del que se siente en camino, con muchas cosas por mejorar; se sabe necesitado de Dios y de su gracia; se sabe incompleto, en construcción.

La conclusión de Jesús es que el “cobrador de impuestos volvió a su casa ya justo, pero el fariseo, no. Porque el que a sí mismo se engrandece, será humillado; y el que se humilla, será engrandecido”. Esta es la lógica del reino de Dios. Una lógica que contradice nuestra manera de pensar. Hay que reconocer que es bueno ser conscientes de nuestros avances y logros; ciertamente, es sano saber que nos comportamos bien y que nuestra manera de obrar está de acuerdo con el plan de Dios. Todo esto coincide con una sana autoestima, tan valorada recientemente por algunas corrientes psicológicas. Pero no debemos olvidar que esta actitud puede llevarnos a perder de vista lo que nos falta por avanzar en el propio camino espiritual; y, por otro lado, puede producir una actitud de desprecio por aquellos que, por lo menos aparentemente, van un poco más atrás.

Por otra parte, si vivimos en la verdad, reconociendo nuestros propios límites, sabiendo que no estamos terminados, tendremos siempre la alternativa del crecimiento; podremos avanzar siempre más adelante. Cuando acogemos nuestra frágil humanidad, en toda su complejidad de luces y sombras, y somos conscientes de nuestros defectos, comienza en ese mismo momento a generarse el proceso de la sanación interior. No hay sanación que no pase por el propio reconocimiento del límite. Esto supone mantener siempre activa la esperanza para seguir caminando, aunque todavía sintamos que nos falta mucho para llegar al final de nuestro crecimiento espiritual. Tan peligroso para nuestra vida es dejar de caminar, como pensar, antes de tiempo, que ya llegamos.

José Antonio Pagola - ¿QUIÉN SOY YO PARA JUZGAR?

La parábola del fariseo y el publicano suele despertar en no pocos cristianos un rechazo grande hacia el fariseo que se presenta ante Dios arrogante y seguro de sí mismo, y una simpatía espontánea hacia el publicano que reconoce humildemente su pecado. Paradójicamente, el relato puede despertar en nosotros este sentimiento: «Te doy gracias, Dios mío, porque no soy como este fariseo».
Para escuchar correctamente el mensaje de la parábola, hemos de tener en cuenta que Jesús no la cuenta para criticar a los sectores fariseos, sino para sacudir la conciencia de «algunos que presumían de ser hombres de bien y despreciaban a los demás». Entre estos nos encontramos, ciertamente, no pocos católicos de nuestros días.
La oración del fariseo nos revela su actitud interior: «¡Oh Dios! Te doy gracias porque no soy como los demás». ¿Qué clase de oración es esta de creerse mejor que los demás? Hasta un fariseo, fiel cumplidor de la Ley, puede vivir en una actitud pervertida. Este hombre se siente justo ante Dios y, precisamente por eso, se convierte en juez que desprecia y condena a los que no son como él.
El publicano, por el contrario, solo acierta a decir: «¡Oh Dios! Ten compasión de este pecador». Este hombre reconoce humildemente su pecado. No se puede gloriar de su vida. Se encomienda a la compasión de Dios. No se compara con nadie. No juzga a los demás. Vive en verdad ante sí mismo y ante Dios.
La parábola es una penetrante crítica que desenmascara una actitud religiosa engañosa, que nos permite vivir seguros de nuestra inocencia, mientras condenamos desde nuestra supuesta superioridad moral a todo el que no piensa o actúa como nosotros.
Circunstancias históricas y corrientes triunfalistas alejadas del evangelio nos han hecho a los católicos especialmente proclives a esa tentación. Por eso, hemos de leer la parábola cada uno en actitud autocrítica: ¿Por qué nos creemos mejores que los agnósticos? ¿Por qué nos sentimos más cerca de Dios que los no practicantes? ¿Qué hay en el fondo de ciertas oraciones por la conversión de los pecadores? ¿Qué es reparar los pecados de los demás sin vivir convirtiéndonos a Dios?
En cierta ocasión, ante la pregunta de un periodista, el papa Francisco hizo esta afirmación: «¿Quién soy yo para juzgar a un gay?». Sus palabras han sorprendido a casi todos. Al parecer, nadie se esperaba una respuesta tan sencilla y evangélica de un papa católico. Sin embargo, esa es la actitud de quien vive en verdad ante Dios.


Fray Marcos - DIOS NO TIENE QUE JUSTIFICARME NI CONDENARME

Por fin un día lo tenemos fácil. Hoy cualquiera podía hacer la homilía. Se entiende todo y a la primera, a pesar de que la elección de los personajes no es inocente, ni en este caso ni en la parábola del buen samaritano. En el primer caso, la alusión a un sacerdote y un levita nos advierte de una tensión entre las primeras comunidades y la jerarquía del templo. En la parábola que hoy leemos, se advierte la animadversión de los cristianos contra los fariseos, sobre todo después de la destrucción del templo cuando, al desaparecer el sacerdocio, se alzaron con el santo y la limosna y emprendieron una persecución sin cuartel contra los cristianos.
Esa postura no es exclusiva de los fariseos, ni mucho menos. Lucas, en la introducción a la parábola, lo deja muy claro: “por algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás”. El caso es que un hombre se siente excelente y falla en su apreciación. Otro se siente pecador y también falla al considerar que Dios está lejos de él, por ello. Lo más normal de mundo sería alabar al que era bueno y criticar al malo, pero a los ojos de Dios todo es diferente. Dios es el mismo para los dos, uno le acepta por su gratuidad, el otro pretende poner a Dios de su parte por la bondad de sus obras.
Es una profunda lección la que debemos aprender de este relato. El mensaje se repite muchas veces en los evangelios. Recordemos la frase que Mateo pone en boca de Jesús: “Las prostitutas y los pecadores os llevan la delantera en el reino de Dios”. ¿A quién dijo eso Jesús? A los fariseos, los estrictamente cumplidores de toda la Ley, que hoy serían los religiosos de todas las categorías. Aún hoy, desde nuestra visión raquítica del hombre y de Dios, nos resulta inaceptable esta idea. Seguimos juzgando por las apariencias sin tener en cuenta las actitudes personales, que son las que de verdad califican las acciones de las personas. Y lo que es peor, nos preocupa más lo que hacemos que lo que sentimos.
Dios no está alejado de los dos, pero el publicano reconoce que la cercanía de Dios se debe a su amor incondicional y a pesar de sus fallos. En consecuencia el publicano está más cerca de Dios a pesar de sus pecados. El fariseo cree que Dios tiene la obligación de amarle porque se lo ha ganado a pulso. “Los buenos de toda la vida” tienen mayor peligro de entrar en esta dinámica para con Dios. Si nos atreviésemos a pensar, descubriríamos lo absurdo de esa postura. Todo lo bueno que puedo descubrir en mí viene de Él, que desde lo hondo de mi ser lo posibilita.
Dios no me quiere porque soy bueno. Dios me quiere porque Él es amor. Si parto del razonamiento farisaico (y con frecuencia lo hacemos) resultaría que el que no es bueno no sería amado por Dios, lo cual es un disparate. Este razonamiento parte de la visión ancestral que los seres humanos tenían de Dios, pero tenemos que dar un salto en nuestra concepción de un dios separado y ausente, que exige nuestro vasallaje para estar de nuestra parte. Dios no me puede considerar un objeto porque nada hay fuera de Él. El fallo más grave que podemos cometer como seres humanos es precisamente considerarnos algo al margen de Dios.
Dios me está aportando lo que soy antes de empezar a existir, es ridículo que pueda merecerlo. Lo que sí puedo y debo hacer es responder conscientemente a ese don y tratar de agradecerlo, haciéndole presente en mi vida. Si no respondo adecuadamente a lo que Dios es para mí, la única actitud adecuada es reconocerlo, pedirle perdón y agradecerle con toda el alma que siga amándome a pesar de todo. Estas simples reflexiones me llevarán a sacar una consecuencia simple. No tengo que ser bueno para que Dios esté de mi parte. Porque Él me quiere y no me falla como yo hago con Él, voy a intentar ser agradecido fallándole menos y tratar de imitarle.
También tendrían consecuencias para nuestra relación con los demás. Amar al que se porta bien conmigo no tiene ningún valor religioso. Es verdad que es lo que hacemos todos, pero tenemos que revisar esa actitud. Si me porto humanamente con aquel que no se lo merece, estaré dando un salto de gigante en mi evolución hacia la plenitud de humanidad. Ser más humano me hace a la vez, más divino. Hemos interiorizado que debíamos actuar divinamente, aunque ese intento llevara consigo el olvidarse de las más elementales normas de humanidad. Los altares están llenos de santos que se olvidaron por completo de las relaciones verdaderamente humanas.
El domingo pasado hablábamos de la oración. Hoy nos propone dos modos de orar, no solo distintos sino completamente contrarios. Cada oración manifiesta la idea de Dios que tiene uno y otro. Para uno se trata de un Dios justo, que me da lo que merezco. Para el otro, Dios es amor que llega a mí sin merecerlo. Ojo al dato. Porque la mayoría de las veces estamos más cerca del fariseo que del publicano. Una vez más tengo que advertir de la importancia de hacer una reflexión seria sobre este asunto. No basta ser bueno por una acomodación estricta a la norma. Hay que ser humano, respondiendo a las exigencias de nuestro auténtico ser.

He tenido problemas serios cada ver que he dicho que Dios ama a todos de la misma manera. La respuesta automática era: Dios es amor, pero es también justicia. Implícitamente me estaban diciendo: ¿Cómo me va a amar Dios a mí, que cumplo escrupulosamente su santa voluntad, igual que a ese desgraciado que no cumple nada de lo que Él manda? Una vez más estamos exigiendo a Dios que sea justo a nuestra manera. Para superar esta tentación debemos abandonar la idea de una religión aceptada como programación, que me viene de fuera. El hecho de que el programador sea el mismo Dios no cambia la mezquindad de la perspectiva.
Debemos descubrir la bondad de lo mandado y no conformarnos con el cumplimiento de la norma. Ese descubrimiento no es tan fácil como pudiera parecer a primera vista. Ningún hecho u omisión son buenos porque están mandados. Están mandados porque lo exige mi ser más profundo, que está más allá de mi ego superficial. Para descubrir esas exigencias tengo que aprovecharme de la experiencia de otros seres humanos que lo han descubierto antes que yo, pero en ningún caso quedo dispensado de experimentarlo por mí mismo. Sin esa experiencia toda la religiosidad se queda reducida un puro ropaje externo que no toca lo profundo de mi ser.
El desaliento, que a veces nos invade, es consecuencia de un desenfoque espiritual. Nada tienes que conseguir ni por ti mismo ni de Dios. Dios ya te lo ha dado todo y te ha capacitado para desplegar todo tu ser. No tengas miedo a nada ni a nadie. Tu ser profundo no lo puede malear nadie, ni siquiera tú mismo. Tus fallos son solo la demostración de que no has descubierto lo que eres, pero todas las posibilidades de alcanzar esa plenitud siguen intactas. Piensa en esto: las limitaciones que descubres cada día, y que tanto nos hacen sufrir, no pueden malograr todas las posibilidades que me acompañan siempre.
Cuando te sientas abrumado por tus fallos, descubre que para Dios eres siempre el mismo. Alguien único, irrepetible, necesario para el mundo y para Dios. Se habla mucho últimamente de la autoestima. Es imprescindible para poder desarrollarte, pero nunca puede apoyarse en las cualidades que puedes tener o no tener y que son secundarias. Esa pretensión de desplegar la autoestima en las cualidades adquiridas, o por adquirir, nos llevará siempre a un rotundo fracaso. Tomar conciencia de que lo que soy no depende de mí es la clave para una total seguridad en lo que soy. Soy mucho más de lo que creo ser. A pesar de mí, mi valor es infinito.

Meditación-contemplación
No te conformes con aceptar la religión como programación.
Aprovecha la experiencia de otros para conocerte mejor.
Descubre tu ser verdadero y actúa en consecuencia.
Lo humano que hay en ti, tienes que desplegarlo.
Baja a lo hondo de tu ser y descubre lo que eres.
No tienes que alcanzar nada, solo vivir lo que ya eres.

Fray Marcos





domingo, 20 de octubre de 2019

LA FRASE DE LA SEMANA

CORRESPONDIENTE AL EVANGELIO DE HOY PARA REFLEXIONAR TODA LA SEMANA


PARA VER LA HOMILÍA CLIC AQUÍ: Lc 18, 1-8

Domingo XIX del Tiempo Ordinario Ciclo-C 20 de octubre de 2019.

Reflexiones
Domingo XIX del Tiempo Ordinario Ciclo-C
20 de octubre de 2019.
29° del Tiempo Ordinario 


José Antonio Pagola - ¿SEGUIMOS CREYENDO EN LA JUSTICIA?

Lucas narra una breve parábola indicándonos que Jesús la contó para explicar a sus discípulos «cómo tenían que orar siempre sin desanimarse». Este tema es muy querido al evangelista que, en varias ocasiones, repite la misma idea. Como es natural, la parábola ha sido leída casi siempre como una invitación a cuidar la perseverancia de nuestra oración a Dios.

Sin embargo, si observamos el contenido del relato y la conclusión del mismo Jesús, vemos que la clave de la parábola es la sed de justicia. Hasta cuatro veces se repite la expresión «hacer justicia». Más que modelo de oración, la viuda del relato es ejemplo admirable de lucha por la justicia en medio de una sociedad corrupta que abusa de los más débiles.

El primer personaje de la parábola es un juez que «ni teme a Dios ni le importan los hombres». Es la encarnación exacta de la corrupción que denuncian repetidamente los profetas: los poderosos no temen la justicia de Dios y no respetan la dignidad ni los derechos de los pobres. No son casos aislados. Los profetas denuncian la corrupción del sistema judicial en Israel y la estructura machista de aquella sociedad patriarcal.

El segundo personaje es una viuda indefensa en medio de una sociedad injusta. Por una parte, vive sufriendo los atropellos de un «adversario» más poderoso que ella. Por otra, es víctima de un juez al que no le importa en absoluto su persona ni su sufrimiento. Así viven millones de mujeres de todos los tiempos en la mayoría de los pueblos.

En la conclusión de la parábola, Jesús no habla de la oración. Antes que nada, pide confianza en la justicia de Dios: «¿No hará Dios justicia a sus elegidos que le gritan día y noche?». Estos elegidos no son «los miembros de la Iglesia» sino los pobres de todos los pueblos que claman pidiendo justicia. De ellos es el reino de Dios.

Luego, Jesús hace una pregunta que es todo un desafío para sus discípulos: «Cuando venga el Hijo del Hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?». No está pensando en la fe como adhesión doctrinal, sino en la fe que alienta la actuación de la viuda, modelo de indignación, resistencia activa y coraje para reclamar justicia a los corruptos.

¿Es esta la fe y la oración de los cristianos satisfechos de las sociedades del bienestar? Seguramente, tiene razón J. B. Metz cuando denuncia que en la espiritualidad cristiana hay demasiados cánticos y pocos gritos de indignación, demasiada complacencia y poca nostalgia de un mundo más humano, demasiado consuelo y poca hambre de justicia.


Fray Marcos - DIOS NO TIENE QUE HACER JUSTICIA


Comentar las lecturas de hoy es complicado porque, partiendo de ellas, tenemos que concluir literalmente lo contrario de lo que dicen. La 1ª: el mito de la elección. El Dios de Jesús no puede estar en contra de nadie. Amalec es para Dios tan querido como el pueblo israelita, aunque los judíos sigan pensando otra cosa. La 2ª: El mito de la inspiración. No toda la Escritura es útil para enseñar. Recordad las palabras de Jesús: habéis oído que se dijo… pero yo os digo… La 3ª: el mito de la justicia de Dios. Ni ahora ni después, ni al que se lo pida con insistencia ni al que no se lo pida, va a hacer justicia humana de ninguna manera.

La Escritura es fruto de una experiencia religiosa personal, pero está expresada en conceptos que corresponden a una visión mítica del mundo. Al intentar entenderla y juzgarla desde nuestra mentalidad, que ya no es mítica, distorsionamos el mensaje. Debemos tener la valentía de separar el mensaje del envoltorio en que ha sido transmitido. Nuestra teología ha sido un intento de convertir el mito en logos. La racionalización del mito nos impide descubrir su valor y nos lleva a una falsificación de la verdad que en él se contiene.

La modernidad cometió el error de lanzar por la borda la increíble riqueza de la experiencia religiosa, porque confundió el embalaje mítico en que venía presentada con la verdad que quería trasmitir. Con el agua del baño hemos tirado por la ventana al niño. Pero las religiones, sobre todo la nuestra, sigue manteniendo el error de no querer prescindir del envoltorio porque después de tanto tiempo insistiendo en que había que mantener a toda costa el mito, ahora no tienen la valentía de proponer la verdad separada del mismo mito.

Hoy es imprescindible atender al contexto para entender el texto. A continuación del relato de los diez leprosos, que hemos leído el domingo pasado, le preguntan a Jesús los fariseos sobre cuándo llegará el Reino de Dios. Jesús responde con afirmaciones sobre el Reino de Dios y sobre la última venida del Hijo del hombre. Con la perspectiva de ese pequeño apocalipsis, el relato de hoy cobra su verdadero sentido. No trata de prevenir cualquier desánimo, sino del peligro de caer en el desaliento porque la parusía se retrasaba demasiado. Recordemos que la expectativa de un final inmediato era el ambiente en que se vivió el primer cristianismo.

La parábola del juez y la viuda no tiene aplicación posible desde nuestra religiosidad actual. No podemos poner como modelo para Dios a un juez injusto que actúa por aburrimiento. Es que ni siquiera podemos esperar que haga justicia. Hoy sabemos que Dios no puede tener ahora una postura y otra para dentro de una hora o para el final de los tiempos. Dios es siempre el mismo y no puede cambiar para amoldarse a una petición. No tenemos que esperar al final del tiempo para descubrir la bondad de Dios sino descubrir a Dios presente, incluso en todas las calamidades, injusticias y sufrimientos que los hombres nos causamos unos a otros.

El tema es de máxima importancia, porque la oración, en cualquiera de sus formas, es una de las manifestaciones religiosas que más nos dice sobre nuestra manera de entender a Dios y al hombre. Lo que esperamos de la oración de petición nos puede servir de test para comprender el estadio en que se encuentra nuestra religiosidad. Agustín, con su genialidad, nos ha metido por un callejón sin salida cuando afirmó que la oración no era eficaz, quia malum, quia mala, quia male. Que quiere decir: porque soy malo, porque pido cosas malas, porque las pido de mala manera. Este razonamiento es insostenible porque, constatado que Dios no responde, nos las arreglamos para dejar a salvo a Dios, pues la culpa la tenemos siempre nosotros.

De manera menos lapidaria yo me atrevo a decir: Si rezamos, esperando que Dios cambie la realidad: malo. Si esperamos que cambien los demás, malo, malo. Si pedimos, esperando que el mismo Dios cambie: malo, malo, malo. Y si terminamos creyendo que Dios me ha hecho caso y me ha concedido lo que le pedía: rematadamente malo. Cualquier argucia es buena, con tal de no vernos obligados a hacer lo único que es posible: cambiar nosotros.

No es tarea de Dios impartir justicia humana, y la justicia divina se está realizando en todo momento. Para Él todo está en orden en cada instante. El que es objeto de injusticia no será afectado en su verdadero ser si él no se deja arrastrar por la misma injusticia. La justicia humana se impone por el poder judicial. Cuando pedimos a Dios que imponga “justicia” le estamos pidiendo que actúe para restablecer un desequilibrio. Para Dios todo está siempre en absoluto equilibrio, no necesita equilibrar nada. Dios no puede actuar contra nadie por malo que sea. Dios está siempre con los oprimidos, pero nunca contra los opresores.

En la Biblia “hacer justicia” es liberar al oprimido. Esta era la acción más propia de Dios. El pueblo de Israel interpretó los acontecimientos favorables como acción de Dios a su favor. Pero cuando las cosas le iban mal tenían que concluir que se debía a que no habían sido fieles a la Alianza. La verdad es que ante las mayores injusticias de entonces y de ahora, Dios se calla. Es muy difícil armonizar este silencio de Dios con la insistencia en la eficacia de la oración. Dios no puede hacer justicia, tal como la entendemos los humanos.

Aquí no se trata de la oración sino de la petición a Dios de justicia para los oprimidos. No debemos esperar la acción puntual de Dios, sino descubrir su presencia en todo acontecer y en toda situación. Es mucho más importante saber aguantar la injusticia que alcanzar nuestra justicia. Es mucho más importante ser siempre “justos” que conseguir justicia de otros. La justicia de Dios es una actitud que permite descubrir todo lo que puedo esperar en el momento actual, sin que Dios tenga que hacer nada, mucho menos teniendo que echar mano de su poder.

La oración no la hago para que la oiga Dios, sino para escucharla yo mismo y darme la ocasión de profundizar en el conocimiento de mi ser profundo. Todo ello me llevará a dar sentido al sinsentido aparente. El silencio de Dios me obliga a profundizar en la realidad que me desborda y a buscar la verdadera salida, no la salida fácil de una solución externa del problema, sino la búsqueda del verdadero sentido de mi vida en esa circunstancia. Mi justicia la tengo que hacer yo en mí. La injusticia del otro no me debe hacer injusto a mí.

Pedir a Dios justicia, aquí o para el más allá, es mantener el ídolo que hemos creado a nuestra medida. La justicia en el más allá se inventó precisamente para armonizar la idea de un Dios justo al modo humano con la realidad de una injusticia presente. En tiempo de los macabeos se vio que los males que afligían a los seres humanos no se podían explicar como castigo de Dios, porque Antíoco estaba sacrificando precisamente a los más fieles a la Ley. Para superar esa contradicción se sacó de la manga un castigo y un premio para después de la muerte.

El mensaje de Jesús está sin estrenar. ¿A quién de nosotros se nos ha ocurrido alguna vez dar la túnica al que nos roba el manto? ¿Quién ha puesto una sola vez la otra mejilla cuando le han dado una bofetada? Ni siquiera admitimos la posibilidad de entrar en la dinámica del evangelio. Todo lo contrario, tratamos por todos los medios de que Dios se acomode a nuestra manera de pensar y actúe como actuamos nosotros. La única manera de ser justo es no practicar ninguna injusticia. Este es el sentido que tiene casi siempre “justicia” en la Biblia.

Meditación

La mayor injusticia, sufrida desde esta perspectiva,
es compatible con la plenitud humana más absoluta.
Nuestra justicia está siempre mezclada con la venganza.
Mi plenitud no está en la derrota del enemigo
sino en dejarme derrotar por mantenerme en el amor.
Esto es el evangelio. ¿Quién se lo cree?

Fray Marcos



domingo, 13 de octubre de 2019

LA FRASE DE LA SEMANA

CORRESPONDIENTE AL EVANGELIO DE HOY PARA REFLEXIONAR TODA LA SEMANA


PARA VER LA HOMILÍA CLIC AQUÍ: Lc 17, 11-19

domingo, 6 de octubre de 2019

LA FRASE DE LA SEMANA

CORRESPONDIENTE AL EVANGELIO DE HOY PARA REFLEXIONAR TODA LA SEMANA


PARA VER LA HOMILÍA CLIC AQUÍ: Lc 17. 5-10

Domingo XXVII del Tiempo Ordinario – Ciclo C (Lucas 17, 5-10) – 6 de octubre de 2019

Domingo XXVII del Tiempo Ordinario – Ciclo C (Lucas 17, 5-10) – 6 de octubre de 2019

“Los apóstoles pidieron al Señor: – Danos más fe”
Hermann Rodríguez Osorio, S.J.

Leí alguna vez que hace mucho tiempo vivió en la China un niño llamado Ping que amaba tiernamente las flores. Todo lo que sembraba crecía como por encanto. Un día, el Emperador, que era muy viejo, decidió buscar a su sucesor. ¿Quién podría ser? ¿Cómo podría escogerlo? Decidió que iba a dejar que las flores lo escogieran. Al día siguiente salió un bando: todos los niños deberían venir a la gran plaza para recibir de manos del Emperador semillas de flores. "Quien en el plazo de un año me pueda mostrar el mejor resultado", dijo, "me sucederá en el trono". Esta noticia causó gran revuelo. Los niños de todos los rincones acudieron para recibir sus semillas. Los papás querían que su hijo fuera escogido como Emperador y los niños soñaban con ser escogidos. Cuando Ping recibió sus semillas se sintió el más feliz de todos los niños. Estaba totalmente seguro de que podría cultivar las flores más hermosas.

Ping llenó una matera con tierra y plantó la semilla. La rociaba todos los días. Los días pasaron, pero nada germinaba en la matera. Ping estaba muy triste. Entonces tomó una matera más grande y echó en ella la mejor tierra y tomó la semilla y la plantó. Esperó dos meses más y no pasó nada. Poco a poco paso un año entero. Llegó la primavera y los niños vistieron sus más preciosos trajes para agradar al Emperador. Se dirigieron a la plaza con sus hermosísimas flores, esperando cada uno que sería el escogido. Ping se sentía avergonzado con su matera vacía. Pensó que los demás niños se burlarían de él. Sin embargo, fue a la plaza. El Emperador observaba detenidamente todas las flores. ¡Qué flores tan hermosas! Pero el Emperador no decía ni una palabra. Finalmente, se acercó a Ping, quien agachó su cabeza lleno de vergüenza esperando que sería castigado. El Emperador le preguntó: "¿Por qué trajiste una matera vacía?" Ping comenzó a llorar y respondió: "Planté la semilla que usted me dio, la rocié cada día, pero no germinó. La sembré en una matera más grande, le puse una tierra mejor y tampoco germinó. Esperé un año entero, pero nada creció. Por esta razón hoy vengo ante su presencia con una matera vacía. Hice lo mejor que pude".

Cuando el Emperador escuchó estas palabras, se dibujó en su rostro una sonrisa y puso su mano sobre el hombro de Ping. Luego exclamo: "¡Lo encontré! ¡Encontré a la única persona digna de ser Emperador! No sé de dónde sacaron las semillas que ustedes cultivaron. Porque las semillas que yo les di habían sido cocinadas. Por lo tanto, era imposible que pudieran germinar. Admiro a Ping por el valor que ha tenido para venir delante de mi con su vacía verdad. Por lo tanto, ahora lo premio con el reino y lo nombro mi sucesor.

Si somos sinceros, más del noventa por ciento de las cosas que hacemos en nuestra vida, no tiene otra finalidad que buscarnos a nosotros mismos. El egoísmo es tan sutil, que nos engaña aún en nuestras buenas acciones. Reclamamos, exigimos, solicitamos que se nos tenga en cuenta de mil formas cada día... Pasamos factura por nuestras buenas obras. Queremos que se nos reconozca lo buenos que somos. Hemos hecho todo lo que nos correspondía hacer, y esto, automáticamente, nos hace merecedores de una recompensa por parte de Dios. Pocas experiencias tan importantes para aprender de la gratuidad, como la siembra y la cosecha. El campesino que siembra la semilla y recoge la cosecha, sabe que él ha sido responsable de ciertas condiciones externas que han facilitado las cosas, pero también es consciente de que el crecimiento y el fruto, es solamente obra y regalo de Dios. Esta bella historia nos recuerda que nosotros no somos dueños del crecimiento ni de los frutos, y que tener fe es hacer lo mejor posible las cosas, para que Dios realice su obra de salvación a través nuestro.


¿SOMOS CREYENTES?
José Antonio Pagola

Jesús les había repetido en diversas ocasiones: «¡Qué pequeña es vuestra fe!». Los discípulos no protestan. Saben que tienen razón. Llevan bastante tiempo junto a él. Lo ven entregado totalmente al Proyecto de Dios: solo piensa en hacer el bien; solo vive para hacer la vida de todos más digna y más humana. ¿Lo podrán seguir hasta el final?

Según Lucas, en un momento determinado, los discípulos le dicen a Jesús: «Auméntanos la fe». Sienten que su fe es pequeña y débil. Necesitan confiar más en Dios y creer más en Jesús. No le entienden muy bien, pero no le discuten. Hacen justamente lo más importante: pedirle ayuda para que haga crecer su fe.

Nosotros hablamos de creyentes y no creyentes, como si fueran dos grupos bien definidos: unos tienen fe, otros no. En realidad, no es así. Casi siempre, en el corazón humano hay, a la vez, un creyente y un no creyente. Por eso, también los que nos llamamos «cristianos» nos hemos de preguntar: ¿Somos realmente creyentes? ¿Quién es Dios para nosotros? ¿Lo amamos? ¿Es él quien dirige nuestra vida?

La fe puede debilitarse en nosotros sin que nunca nos haya asaltado una duda. Si no la cuidamos, puede irse diluyendo poco a poco en nuestro interior para quedar reducida sencillamente a una costumbre que no nos atrevemos a abandonar por si acaso. Distraídos por mil cosas, ya no acertamos a comunicarnos con Dios. Vivimos prácticamente sin él.

¿Qué podemos hacer? En realidad, no se necesitan grandes cosas. Es inútil que nos hagamos propósitos extraordinarios pues seguramente no los vamos a cumplir. Lo primero es rezar como aquel desconocido que un día se acercó a Jesús y le dijo: «Creo, Señor, pero ven en ayuda de mi incredulidad». Es bueno repetirlas con corazón sencillo. Dios nos entiende. Él despertará nuestra fe.

No hemos de hablar con Dios como si estuviera fuera de nosotros. Está dentro. Lo mejor es cerrar los ojos y quedarnos en silencio para sentir y acoger su Presencia. Tampoco nos hemos de entretener en pensar en él, como si estuviera solo en nuestra cabeza. Está en lo íntimo de nuestro ser. Lo hemos de buscar en nuestro corazón.

Lo importante es insistir hasta tener una primera experiencia, aunque sea pobre, aunque solo dure unos instantes. Si un día percibimos que no estamos solos en la vida, si captamos que somos amados por Dios sin merecerlo, todo cambiará. No importa que hayamos vivido olvidados de él. Creer en Dios es, antes que nada, confiar en el amor que nos tiene.

EL SECRETO ESTÁ EN CONFIAR EN UNO MISMO
Fray Marcos

Sigue el evangelio con propuestas aparentemente inconexas, pero Lc sigue un hilo conductor muy sutil. Hasta hoy nos había dicho, de diversas maneras, que no pongamos la confianza en las riquezas, en el poder, en el lujo; pero hoy nos dice: no la pongas en tu falso ser ni en la obras que salen de él, por muy religiosas que sean. Confía solamente en “Dios”. Los que se pasan la vida acumulando méritos no confían en Dios sino en sí mismos. La salvación por puntos es lo más contrario al evangelio. Pero ese dios al que tengo que rendir cuantas tiene que dejar paso al Dios que es el fundamento de mi ser y que se identifica con lo que yo soy en profundidad.

Una vez más debemos advertir que las Escrituras no se pueden tomar al pie de la letra. Si lo entendemos así, el evangelio de hoy es una sarta de disparates. En realidad son todo símbolos que nos tienen que lanzar a un significado mucho más profundo de lo que aparenta. Ni hay un Yo fuera a quien servir, ni hay un yo raquítico que patalea ante su Señor. Cada uno de nosotros es solo la manifestación de Dios que a través nuestro manifiesta su poder para hacer un mundo más humano. No hay un mí ningún yo que pueda atribuirse nada. Ni hay fuero un YO al que pueda llamar Dios. Ni Dios puede hacer nada sin mí ni yo puedo hacer nada sin él. ¿De qué puedo gloriarme?

Esa petición, que hacen los apóstoles a Jesús, está hecha desde una visión mítica (dualista) del Dios, del hombre y del mundo. La parábola del simple siervo cuya única obligación es hacer lo mandado, refleja la misma perspectiva. Ni Dios tiene que aumentarnos la fe ni somos unos siervos inútiles ni necesitamos poderes especiales para trasplantar una morera al mar. La religión ha metido a Dios en esa dinámica y nos ha metido por un callejón del que aún no hemos salido. Descubrir lo que realmente somos sería la clave para una verdadera confianza en Dios, en la vida, en cada persona. El relato nos da suficientes pistas para salir del servilismo y de la adoración al Dios cosa.

Jesús no responde directamente a los apóstoles. Quiere dar a entender que la petición –auméntanos la fe- no está bien planteada. No se trata de cantidad, sino de autenticidad. Jesús no les podía aumentar la fe, porque aún no la tenían ni en la más mínima expresión. La fe no se puede aumentar desde fuera, tiene que crecer desde dentro como la semilla. A pesar de ello, en la mayoría de las homilías que he leído antes de elaborar ésta, se termina pidiendo a Dios que nos aumente la fe. Efectivamente, podemos decir que la fe es un don de Dios, pero un don que ya ha dado a todos. ¿Que Dios sería ese que caprichosamente da a unos una plenitud de fe y deja a otros tirados? Viendo cada una de sus criaturas, descubrimos lo que Dios está haciendo en ellas en cada momento.

Al hablar de la fe en Dios, damos a entender que confiamos en lo que nos puede dar. Se interpretó la respuesta de Jesús como una promesa de poderes mágicos. La imagen de la morera, tomada al pie de la letra, es absurda. Con esta hipérbole, lo que nos está diciendo el evangelio es que toda la fuerza de Dios está ya en cada uno de nosotros. El que tiene confianza podrá desplegar toda esa energía. Lo contrario de la fe es la idolatría. El ídolo es un resultado automático del miedo. Necesitamos el ser superior que me saque las castañas del fuego y en quien poder confiar cuando no puedo confiar en mí mismo. Dios no anda por ahí haciendo el ridículo jugando a todopoderoso. Tampoco nosotros debemos utilizar a Dios para cambiar la realidad que no nos gusta.

La fe no es un acto sino una actitud personal fundamental y total que imprime un sí definitivo a la existencia. Confiar en lo que realmente soy me da una libertad de movimiento para desplegar todas mis posibilidades humanas. Nuestra fe sigue siendo infantil e inmadura, por eso no tiene nada que ver con lo que nos propone el evangelio. La mayoría de los cristianos no quieren madurar en la fe por miedo a las exigencias que esto conllevaría. La fe es una vivencia de Dios, por eso no tiene nada que ver con la cantidad. El grano de mostaza, aunque diminuto, contiene vida exactamente igual que la mayor de las semillas. Esa vida, descubierta en mí, es lo que de verdad importa.

Tanto a nivel religioso como civil, cada vez se tiene menos confianza en la persona humana. Todo está reglamentado, mandado o prohibido, que es más fácil que ayudar a madurar a cada ser humano para que actúe por convicción. Estamos convirtiendo el globo terráqueo en un inmenso campo de concentración. No se educa a los niños para que sean ellos mismos, sino para que respondan automáticamente a los estímulos que les llegan. Los poderosos están encantados, porque esa indefensión les garantiza un total control sobre la población. Lo difícil es educar para que cada individuo sea él mismo y responda personalmente ante las propuestas de salvación que le llegan.

Para la mayoría, creer es el asentimiento a una serie de verdades teóricas, que no podemos comprender. Esa idea de fe, como conjunto de doctrinas, es completamen­te extraña tanto al Antiguo Testamento como al Nuevo. En la Biblia, fe es equivalente a confianza en... Pero incluso esta confianza se entendería mal si no añadimos que tiene que ir acompañada de la fidelidad. La fe-confianza bíblica supone la fe, supone la esperanza y el amor. Esa fe nos salvaría de verdad. Esa fe no se consigue con propagandas ni imposiciones porque nace de lo más hondo de cada ser.

No debemos esperar que Dios nos libre de las limitaciones, sino de encontrar la salvación a pesar de ellas. Esa confianza no la debemos proyectar sobre una PERSONA que está fuera de nosotros y del mundo. Debemos confiar en un Dios que está y forma parte de la creación y por lo tanto de nosotros. Creer en Dios es apostar por la creación; es confiar en el hombre; es estar construyendo la realidad material, y no destruyéndola; es estar por la vida y no por la muerte; es estar por el amor y no por el odio, por la unidad y no por la división. Tratemos de descubrir por qué tantos que no "creen" nos dan sopas con honda en la lucha por defender la naturaleza, la vida y al hombre.

Superada la fe como creencia, y aceptado que es confianza en…, nos queda mucho camino por andar para una recta comprensión del término. La fe que nos pide el evangelio no es la confianza en un señor poderoso por encima y fuera del mundo, que nos puede sacar las castañas del fuego. Se trata más bien, de la confianza en el Dios inseparable de cada criatura, que la atraviesa y la sostiene en el ser. Podemos experimentar esa presencia como personal y entrañable, pero en el resto de la creación se manifiesta como una energía que potencia y especifica cada ser en sus posibilidades. Creer en Dios es confiar en la posibilidad de cada criatura para alcanzar su plenitud.

La mini parábola del simple siervo nos tiene que llevar a una profunda reflexión. No quiere decir que tenemos que sentirnos siervos, y menos aún inútiles, sino todo lo contrario. Nos advierte que la relación con Dios como si fuésemos esclavos nos deshumaniza. Es una crítica a la relación del pueblo judío con Dios que estaba basada en el estricto cumplimiento de la Ley, y en la creencia de que ese cumplimiento les salvaba. La parábola es un alegato contra la actitud farisaica que planteaba la relación con Dios como toma y da acá. Si ellos cumplían lo mandado, Dios estaba obligado a cumplir sus promesas. Es la nefasta actitud que aún conservamos nosotros.

Pablo ya advirtió que la fe y la esperanza pasarán, porque perderán su sentido. La verdad es que también el amor, tal como lo entendemos nosotros, también tiene que ser superado. Desde nuestra condición de criaturas no podemos entender el amor más que como una relación de un sujeto que ama con un objeto que es amado. El amor “a” Dios y el amor “de” Dios van mucho más allá. En ese amor, desaparece el sujeto y el objeto, solo queda la unidad (el amor) “amada en el amado transformada”. No entender esto es causa de infinitos malentendidos en nuestra relación con Él.

Meditación

Si la confianza no es absoluta y total no es confianza.
El mayor enemigo de la fe-confianza son las creencias,
porque exigen la confianza en ellas mismas.
Tener fe no es esperar que las cosas cambien.
Es ser capaz de bajar al fondo de mí mismo,
para anular el efecto negativo de cualquier limitación.

Fray Marcos


Fuente: http://feadulta.com/