domingo, 26 de noviembre de 2017

LA FRASE DE LA SEMANA

CORRESPONDIENTE AL EVANGELIO DE HOY PARA REFLEXIONAR TODA LA SEMANA


PARA VER LA HOMILÍA CLIC AQUÍ: Mt. 25, 31-46

sábado, 25 de noviembre de 2017

“... todo lo que hicieron por uno de estos hermanos míos más humildes”

Domingo XXXIV – Cristo Rey – Ciclo A (Mateo 25, 31-46) – 26 de noviembre de 2017


Hace algunos años conocí al P. Joss Van der Rest, un jesuita belga que lleva muchos años dedicado a servir a los más pobres en Chile a través de la obra “El Hogar de Cristo”, fundada por San Alberto Hurtado, S.J., canonizado en el año 2005 por Benedicto XVI y patrono de una de las parroquias de Bogotá.

Al hablar de su vocación, el P. Joss siempre recuerda que, siendo joven, prestó servicio militar en su país al final de la Segunda Guerra Mundial. Cuando los aliados vencieron a Hitler, él tuvo que entrar, montado en un enorme tanque de guerra, en una población alemana que había sido prácticamente arrasada por los bombardeos aliados. Desde el visor del poderoso tanque fue descubriendo los destrozos causados por la guerra. Todo le impresionaba a medida que entraba por el pueblo... pero lo que lo marcó para toda su vida fue encontrarse, en un momento de su recorrido, con una estatua del Sagrado Corazón que había perdido sus brazos por las bombas. Alguien había colgado del cuello de la imagen medio destruida, un letrero que decía: “No tengo brazos... tengo sólo tus brazos para hacer justicia en este mundo”. Al regresar a su país, dejó el ejército y decidió entrar a la Compañía de Jesús para hacer lo que esa imagen del Sagrado Corazón no podía hacer por los más abandonados de la sociedad.

Jesús presenta, en este último domingo del tiempo ordinario, una parábola que nos deja siempre delante del juicio definitivo de Dios sobre nosotros: tuve hambre, tuve sed, anduve como forastero, me faltó ropa, estuve enfermo, estuve en la cárcel... Algunos atendieron sus necesidades básicas con generosidad, mientras que otros no hicieron caso y siguieron su camino sin atenderlo. Unos y otros le preguntan al Hijo del hombre: “Señor, ¿cuándo te vimos con hambre o con sed, o como forastero, o falto de ropa, o enfermo, o en la cárcel?” Y la respuesta fue la misma para los dos grupos: Les aseguro que todo lo que hicieron, o lo que no hicieron, por uno de estos hermanos míos más humildes, por mí mismo lo hicieron, o no lo hicieron.

Todo lo que hacemos por los que más sufren a nuestro alrededor, lo hacemos al Señor mismo; y todo lo que dejamos de hacer por los más humildes, lo dejamos de hacer al Señor. Leyendo este texto recordé parte de una oración que leí hace muchos años:

CRISTO, no tienes manos, tienes sólo nuestras manos
Para construir un mundo nuevo donde habite la justicia.

CRISTO, no tienes pies,
Tienes sólo nuestros pies
Para poner en marcha a los oprimidos por el camino de la libertad.

CRISTO, no tienes labios,
Tienes sólo nuestros labios
Para proclamar a los pobres la Buena Nueva de la libertad.


Saludo cordial.

Hermann Rodríguez, sj

sábado, 18 de noviembre de 2017

“(...) a cada uno según su capacidad”

Domingo XXXIII Ordinario – Ciclo A - Mateo 25, 14-30
19 de noviembre de 2017



Hace unos días me llegó este mensaje por el correo electrónico: “Aquel día lo vi distinto. Tenía la mirada enfocada en lo distante. Casi ausente. Pienso ahora que tal vez presentía que ese era el último día de su vida. Me aproximé y le dije: – ¡Buen día, abuelo! Él extendió su silencio. Me senté junto a su sillón y luego de un misterioso instante, exclamó: – ¡Hoy es día de inventario, hijo! – ¿Inventario? – pregunté sorprendido. – Si... ¡El inventario de las cosas perdidas! – me contestó con cierta energía y no sé si con tristeza o alegría. Y prosiguió: – En el lugar de donde yo vengo las montañas quiebran el cielo como monstruosas presencias constantes. Siempre tuve deseos de escalar la más alta, nunca lo hice, no tuve tiempo ni la voluntad suficiente para sobreponerme a mi inercia. Recuerdo también a Mara, aquella chica que amé en silencio por cuatro años, hasta que un día se marchó del pueblo, sin yo saberlo. ¿Sabes algo? También estuve a punto de estudiar ingeniería, pero mis padres no pudieron pagarme los estudios. Además, el trabajo en la carpintería de mi padre no me permitía viajar. ¡Tantas cosas no concluidas, tantos amores no declarados, tantas oportunidades perdidas! Luego, su mirada se hundió aun más en el vacío y se humedecieron sus ojos. Y continuó: – En los treinta años que estuve casado con Rita, creo que sólo cuatro o cinco veces le dije: "Te amo". Luego de un breve silencio, regresó de su viaje mental y mirándome a los ojos me dijo: – Este es mi inventario de cosas perdidas, la revisión de mi vida. A mí ya no me sirve. A ti sí. Te lo dejo como regalo para que puedas hacer tu inventario a tiempo.
Y luego, con cierta alegría en el rostro, continuó con entusiasmo y casi divertido: – ¿Sabes qué he descubierto en estos días? – ¿Qué, abuelo? Aguardó unos segundos y no contestó. Sólo me interrogó nuevamente: –¿Cuál es el pecado más grave en la vida de un hombre? La pregunta me sorprendió y sólo atine a decir, con inseguridad: – No lo había pensado. Supongo que matar a otros seres humanos, odiar al prójimo y desearle mal. ¿Tener malos pensamientos, tal vez? Su cara reflejaba una negativa. Me miró intensamente, como marcando el momento y en tono grave y firme me señaló: – El pecado más grave en la vida de un ser humano es el pecado por omisión. Y lo más doloroso es descubrir las cosas perdidas sin tener tiempo para encontrarlas y recuperarlas.
Al día siguiente regresé temprano a casa, luego del entierro del abuelo, para realizar en forma urgente mi propio inventario de las cosas perdidas. El expresarnos nos deja muchas satisfacciones, así que no tengas miedo, y procura hacer lo que sabes que es bueno... antes de que sea demasiado tarde. Dile a ese ser: "Te amo, perdóname, me equivoqué”. Dile a Él: “Me arrepiento, Señor, por favor perdóname".
Muchas veces nos quedamos mirando a los que recibieron más, o a los que recibieron menos... Las monedas que hemos recibido, no son para guardarlas en un hoyo, sino para hacerlas producir, en la medida de nuestras capacidades. Carpe diem, decían los antiguos… Hay que aprovechar el día, cada día y hacer lo que tenemos que hacer.


Hermann Rodríguez Osorio, S.J.

domingo, 12 de noviembre de 2017

LA FRASE DE LA SEMANA

CORRESPONDIENTE AL EVANGELIO DE HOY PARA REFLEXIONAR TODA LA SEMANA


PARA VER LA HOMILÍA CLIC AQUÍ: Mt. 25, 1-13

(...) no saben ni el día ni la hora

Domingo XXXII Ordinario – Ciclo A (Mateo 25, 1-13) – 12 de noviembre de 2017

La señora Julia Morante es una campesina que estará pasando ya los ochenta abriles. Cuando la conocí, hace unos 20 años, ya viuda y con la mayoría de sus hijos e hijas casados y organizados, seguía madrugando todos los días del año, con lluvia o sin ella, festivos o laborales, a ordeñar las vacas de don Noé Mora, uno de los vecinos ricos de la vereda de Pajarito, en el municipio de Tausa, al norte de Zipaquirá. Ordeñando vacas fue como levantó a su familia en medio de la pobreza digna de los campesinos de esta zona del país. Años más tarde, recordaba a doña Julia cuando le oía decir a un humorista argentino que las vacas no dan leche... se la sacan...
Cuando llegábamos los juniores a su casa todos los fines de semana, hervía un poco de leche y nos brindaba un trozo de pan con una deliciosa taza de leche, todavía humeante. De ella aprendimos algo que en las cocinas de las ciudades no pasa de ser un pequeño incidente, desgraciadamente frecuente, pero que en el contexto de doña Julia era algo muy importante. Según una creencia generalizada entre los campesinos de estas veredas, cuando la leche hervida se riega sobre la estufa de carbón de piedra, las ubres de las vacas de cuartean y esto impide su ordeño adecuado. Por eso, doña Julia estaba muy atenta al momento en que la lecha comenzaba a subir por los bordes de la olleta que usaba para hervirla.
No hay cosa más inesperada, ni más frecuente, que la leche que se derrama sobre las estufas de este país. Si uno se queda mirando la leche, parece que nunca va a hervir. Pero basta un pequeñísimo descuido y las ubres de las vacas sufren las fatales consecuencias; además, limpiar una estufa con leche regada por todas partes, es de lo más incómodo que hay en la cocina.
Según la parábola que Jesús nos cuenta este domingo, esta es una más de las características del reino de Dios: llega sin avisar. Hay que estar preparados, porque no sabemos ni el día ni la hora. Las cinco muchachas previsoras van a esperar al novio, en medio de la noche, preparadas con suficiente aceite para las lámparas. En cambio, las cinco muchachas despreocupadas no llevaban aceite para llenar las lámparas por segunda vez. Por eso, a medianoche, cuando llegó por fin el novio, las primeras entraron a la boda, mientras que las segundas tuvieron que ir a comprar más aceite para sus lámparas. Cuando volvieron diciendo, “¡Señor, señor, ábrenos!”, no fueron aceptadas en la fiesta. Podríamos decir que ya no valió llorar sobre la leche derramada... Por eso, tenemos que estar despiertos y atentos delante de la olla de nuestra vida, como doña Julia, “porque no sabemos ni el día ni la hora”.
Hermann Rodríguez Osorio, S.J.


domingo, 5 de noviembre de 2017

LA FRASE DE LA SEMANA

CORRESPONDIENTE AL EVANGELIO DE HOY PARA REFLEXIONAR TODA LA SEMANA


                                      PARA VER LA HOMILÍA CLIC AQUÍ: Mt. 23, 1-12

sábado, 4 de noviembre de 2017

“(...) ellos dicen una cosa y hacen otra”

Domingo XXXI Ordinario – Ciclo A (Mateo 23, 1-12) – 5 de noviembre de 2017

Suena el timbre de la puerta y sale el niño a ver quién es. Pregunta un señor por su mamá. Viene ofreciendo repuestos para ollas a presión. Va el niño hasta la cocina, donde la mamá está atareada por las labores domésticas y le dice: “Mamá, te busca un señor en la puerta”. La mamá, un poco desesperada porque llega la hora del almuerzo y todavía no está todo listo, le dice: “Ve y dile que no estoy; que venga después”. El niño, en su inocencia, regresa a la puerta y le dice al señor: “Manda decir mi mamá que no está; que por favor vuelva más tarde”. El señor, evidentemente, como los personajes de Condorito, se cae para atrás... Esta escena, con variables muy diversas, se suele repetir en medio de nuestras familias con mucha frecuencia... Luego, cuando el niño le dice a la mamá que estaba haciendo tareas en la casa de un vecino, pero llega sudando y con los zapatos raspados de tanto jugar fútbol en el parque, recibe una fuerte reprimenda por mentiroso.

Hace unos días leía una frase de algún famoso pensador que decía: «El ejemplo no es la mejor manera de enseñar. Es la única». Lo que vemos hacer a las personas importantes en nuestra vida, es lo que aprendemos. Lo que nos dicen y enseñan, no acaba de consolidarse en nuestro interior si no está corroborado y respaldado por el testimonio de vida de aquellos que nos forman desde nuestra infancia.

Jesús le dice a la gente y a sus discípulos que obedezcan y hagan todo lo que los maestros de la ley y los fariseos les enseñan. Pero les advierte que no deben seguir su ejemplo, “porque ellos dicen una cosa y hacen otra”. Más coloquialmente, entre nosotros, esto se ha traducido con la famosa frase: “El cura predica, pero no aplica”, cosa que no sólo se acomoda a lo curas, evidentemente... Cada uno tiene que preguntarse, con mucha sinceridad, por su coherencia personal entre lo que enseña en su casa, en su trabajo, en las relaciones con los demás, y lo que hace.

El P. Arrupe, cuando era Superior General de los jesuitas, fue un hombre que siempre respaldó su palabra con su vida; el P. Luis González cuenta una anécdota que me parece que confirma esto: Dice Luis González que Arrupe acostumbraba ir a orar largos ratos al piso bajo de la casa del Gesù, en Roma, donde hay varias capillas que guardan los recuerdos de los años romanos de san Ignacio de Loyola. Una vez, mientras estaba haciendo oración en una de esas pequeñas capillas, un jesuita norteamericano se presentó para celebrar la eucaristía en una de esas capillas. El P. Arrupe se ofreció a ayudarle. Él mismo comentaba, no sin malicia, que el jesuita celebró la eucaristía con ciertas licencias litúrgicas... Cuando terminó la celebración, ya en la sacristía, el Padre norteamericano le preguntó amablemente a su ayudante:

–      Y ¿cómo se llama, hermano?
–      “Arrupe”, le contestó el gentil sacristán...

El jesuita norteamericano por poco se cae del susto, como el señor que golpeó a la puerta de la casa que comenzaba esta página.

Hermann Rodríguez Osorio, S.J.