Domingo XI del Tiempo Ordinario – Ciclo C (Lucas 7,
36 – 8,3) – 12 de junio de 2016
Leí en alguna parte la historia de un niño de seis años llamado Luis,
que se levantó muy temprano un domingo y viendo que sus papás todavía dormían,
decidió prepararles unos pankakes para el desayuno. Se fue para la cocina, sacó
un gran tazón y una cuchara de palo, acercó la silla a la mesa y buscó la
harina entre la despensa. Al levantar la pesada bolsa de harina, para ponerla
sobre la mesa, se le resbaló y comenzó el reguero más espantoso. Recogió con
sus manitas todo lo que pudo de la harina y la fue colocando en el enorme
tazón. El resto quedó desparramado entre la mesa, la silla y la despensa. Fue
después a la nevera y sacó una caja de leche, tomó el frasco del azúcar y fue
mezclando los ingredientes dentro del tazón. El resultado fue una mezcla pegajosa
que empezaba a chorrear por los bordes.
Ya para ese momento, había harina regada por toda la cocina. Cada vez
que el niño iba de un lugar a otro, dejaba las huellas de sus pequeños pies,
marcados por todas partes. El gato iba lamiendo donde encontraba algo para
saciar su hambre matutina y le ayudaba a Luisito a dejar pistas de sus pasos
por toda la cocina. Cuando Luisito quiso comenzar a cocinar los pankakes, trató
de bajar el tazón de la mesa para acercarlo a la estufa y terminó regando el
resto de leche que quedaba entre la caja. Desistió de bajar el tazón y decidió
acercar la sartén para ir poniendo algo de su mezcla en él. Cuando traía la
sartén se resbaló con la leche que se había derramado y quedó tirado en medio
de la cocina, sintiendo que las cosas no estaban saliendo bien.
Ya para ese momento, se dio cuenta de que no sabía lo que seguía; si
debía prender el horno o uno de los fogones… Y mucho menos cómo hacerlo sin
quemarse. Ciertamente, quería hacer algo simpático para sorprender a sus papás,
pero las cosas no estaban saliendo tan bien como él las había imaginado. Cuando
miró otra vez hacia la mesa, su gatito estaba lamiendo el tazón, por lo que
corrió a apartarlo, con tan mala suerte que se vino abajo el frasco del azúcar.
Ya su pijama estaba completamente pegajosa y la mezcla para los pankakes
ocupaba la mitad del piso de la cocina.
En ese momento vio a su papá de pie en la puerta. Dos grandes lágrimas
se asomaron a sus ojos. El sólo quería hacer algo bueno, pero en realidad había
causado un gran desastre. Estaba seguro de que su papá lo iba a castigar y muy
posiblemente le iba a dar una buena paliza. Pero su papá sólo lo miraba en
medio de aquel desorden, sin entender qué había pasado allí. Su papá, caminando
por encima de todo aquello, se agachó y tomó a Luisito entre sus brazos, que ya
estaba llorando, y le dio un gran abrazo lleno de amor, sin importarle cómo
estaba quedando su propia pijama.
Dios nos trata así. Jesús se encuentra con una mujer de mala vida en la
casa de Simón el fariseo. Ella “llegó con un frasco de alabastro lleno de
perfume. Llorando, se puso junto a los pies de Jesús y comenzó a bañarlos con
lágrimas. Luego los secó con sus cabellos, los besó y derramó sobre ellos el
perfume”. Manifiesta con sus obras, un gran amor a Jesús. Lo expresa sin
importarle lo que puedan decir los presentes. Y Jesús recibe estas expresiones
de cariño con mucha libertad. Sabe que el anfitrión seguramente va a pensar mal
de él, pero no le importa. De hecho, dice el evangelio que “El fariseo que había
invitado a Jesús, al ver esto, pensó: “Si este hombre fuera de veras un
profeta, se daría cuenta de qué clase de persona es esta que lo está tocando:
una mujer de mala vida”.
Cuando Jesús se da cuenta de lo que está pensando su anfitrión, le
propone una comparación: “Dos hombres le debían dinero a un prestamista. Uno le
debía quinientos denarios, y el otro cincuenta; y como no le podían pagar, el
prestamista les perdonó la deuda a los dos”. Después, Jesús le pregunta al
fariseo: “¿cuál de ellos le amará más?” A lo que Simón respondió: “Me parece
que el hombre a quien más le perdonó”. Y Jesús, con su intuición pedagógica,
que primero hace morder el anzuelo y luego saca las consecuencias, le va
mostrando cómo esta mujer demuestra más amor, porque se le ha perdonado más,
mientras que él muestra poco amor, porque parece que se le ha perdonado menos…
Dios tiene en mucho los esfuerzos que hacemos por manifestarle nuestro
amor. El amor que hemos dado y hemos sido capaces de expresar, es lo que tendrá
en cuenta el Señor al final de nuestro camino. Aunque, a veces, por expresar
nuestro amor, volvemos todo un desastre a nuestro alrededor. Pero Dios se
acerca a nosotros, nos toma en sus brazos y nos regala su perdón, como el padre
de Luisito, que se compadece de su pequeño hijo, que ha convertido la cocina de
su casa en un verdadero desastre, por querer hacerle unos pankakes a sus papás
en día domingo.
Hermann Rodríguez Osorio, S.J.
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