domingo, 19 de junio de 2016

“(...) el que quiera salvar su vida, la perderá”

Domingo XII del Tiempo Ordinario – Ciclo C (Lucas 9, 18-24) – 19 de junio de 2016


Muchos textos evangélicos hablan de la oración de Jesús. Otros nos presentan a Jesús orando o nos cuentan lo que decía sobre esta práctica. El Evangelio según san Lucas, que estamos siguiendo este año, insiste particularmente en esta dimensión orante de la vida de Jesús. Podríamos hacerle muchas preguntas a Jesús sobre su oración: ¿Cómo oraba? ¿Cuándo? ¿Por qué? ¿Para qué? ¿Con quiénes lo hacía, o si lo hacía solo? ¿Cuánto tiempo dedicaba a ello? ¿Qué relación existía entre su oración y su vida? No es difícil llegar a responder estas preguntas si estuviéramos dispuestos a repasar los cuatro evangelios buscando los pasajes que hablan de la oración de Jesús. Uno de ellos es el que nos presenta hoy la liturgia de la Palabra: “Un día en que Jesús estaba orando solo (...)”.

Jesús, el hijo de María, el carpintero de Nazaret, fue un hombre de su tiempo. Es verdad también que confesamos a este hombre como la transparencia plena de Dios, en quien Dios se hizo carne y habitó entre nosotros. Pero, como muy bien lo afirma el Concilio Vaticano II, Jesús "trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre" (Gaudium et Spes 22). Por tanto, podemos también afirmar que su oración fue una oración de hombre. Su encuentro frecuente con Dios en la oración respondió a una necesidad vital de comunicación y de comunión con su Padre. No se trató simplemente de un ejemplo para estimular nuestra oración. No fue una enseñanza más o una recomendación hecha desde fuera. Digo esto, porque no es difícil encontrar estudios en los que la práctica de la oración de Jesús se presenta como algo añadido: "Jesús no tenía las mismas razones que nosotros para orar. El, en cierto sentido, no tenía necesidad de orar, pese a lo cual quiso que su oración nos sirviera de ejemplo" (Bro, Enséñanos a orar, 1969: 113).

De la oración de Jesús surgieron preguntas: “–¿Quién dice la gente que soy yo? (...) –Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?” La respuesta de Pedro parece completa: “–Eres el Mesías de Dios”. Sin embargo, el mesianismo que soñaba Simón Pedro no contemplaba lo que Jesús les anuncia: “–El Hijo del hombre tendrá que sufrir mucho, y será rechazado por los ancianos, por los jefes de los sacerdotes y por los maestros de la ley. Lo van a matar, pero al tercer día resucitará”. De esta misma experiencia de oración nace también la frase con la que termina el pasaje de hoy: “Si alguno quiere ser discípulo mío, olvídese de sí mismo, cargue con su cruz cada día y sígame. Porque el que quiera salvar su vida, la perderá; pero que pierda la vida por causa mía, la salvará”.

Los aprendizajes vitales que Jesús compartió con sus discípulos germinaron en horas de silencio y soledad. Momentos de apertura dócil a la acción de Dios. Jesús vivió largos momentos de contemplación para llegar a entender esta paradoja de un Mesías que muere en cruz. Dimensiones aparentemente contrapuestas de una misma manifestación histórica de la divinidad. Sólo desde la oración sencilla y cotidiana, es posible vivir el misterio de nuestro camino de fe. Cuán lejos estamos de alcanzar una vida de oración como la de Jesús. Tal vez convenga preguntarnos hoy lo que le preguntamos a Jesús: ¿Cómo oramos? ¿Cuándo? ¿Por qué? ¿Para qué? ¿Con quiénes? ¿Cuánto tiempo dedicamos a ello? ¿Qué relación existe entre nuestra oración y nuestra vida?


Hermann Rodríguez Osorio, S.J.

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