domingo, 12 de abril de 2020

Domingo de Pascua – Ciclo A


Domingo de Pascua – Ciclo A (Mateo28, 1-10) 12 de abril de 2020



“No tengan miedo”
 Hermann Rodríguez Osorio, S.J.*

El miedo es un sentimiento de angustia por un riesgo o daño real o imaginario. El miedo nos paraliza y bloquea. No somos capaces de superarlo si no desaparece la amenaza que tenemos delante.. Cuando sentimos miedo, regresamos un poco a nuestra propia infancia, reviviendo situaciones en las que nos sentíamos indefensos ante situaciones que no éramos capaces de manejar o frente a las cuales nos sentíamos impotentes. Pero la única manera de superar el miedo es también recurriendo a las experiencias propias de la infancia: recordando momentos en los que nos hemos sentido acompañados, apoyados, respaldados, afirmados por alguien que nos inspiraba seguridad.

Recuerdo una historia que me contó alguna vez el Padre Luis Carlos Herrera: “Viajando de Lima a Río de Janeiro una noche de junio, se desató de improviso una tempestad entre las nubes densas del Mattogrosso. Temblaba como una hoja el gigantesco aparato, en medio de fogonazos y relámpagos que causaban revuelo y nerviosismo entre todos los pasajeros. Yo leía El Relato de un Náufrago de García Márquez. Permanecí tranquilo en un primero momento, pero no fui capaz de seguir la lectura... Una niña, a mi lado, leía con pasmosa serenidad, recostada en su silla. Ni siquiera se ajustó el cinturón. Al arreciar la tormenta, le dijo la azafata: «¡Ponte el cinturón! ¿No te das cuenta del peligro en el que estamos en estos momentos?» La niña cerró el libro y dijo con tono sosegado: «Papá es el piloto. ¡Tranquila, señora, que él maneja muy bien!» Recordé las palabras de Jesús en la tormenta del lago: «¡Hombres de poca fe!» Al llegar a Río, al amanecer, no hubo ningún contratiempo. Bajamos apresurados la escalerilla... y vimos el abrazo y el beso de felicitación que la niña daba a su padre. Emocionados aplaudimos el hecho”.

“Pasado el día de reposo, cuando ya amanecía, el primer día de la semana, María Magdalena y la otra María fueron al sepulcro. De pronto hubo un fuerte temblor de tierra porque un ángel del Señor bajó del cielo y, acercándose al sepulcro, quitó la piedra que lo tapaba y se sentó sobre ella. El ángel brillaba como un relámpago, y su ropa era blanca como la nieve. Al verlo, los soldados temblaron de miedo y quedaron como muertos. El ángel dijo a las mujeres: – No tengan miedo. Yo sé que están buscando a Jesús, el que fue crucificado. No está aquí, sino que ha resucitado. Como dijo. Vengan a ver el lugar donde lo pusieron. Vayan pronto y digan a los discípulos: ‘Ha resucitado, y va a ir a Galilea antes que ustedes; allí lo verán’. Esto es lo que tenía que decirles.

Mientras las mujeres abandonaban rápidamente el sepulcro, llenas de miedo, pero con mucha alegría por la noticia que habían acabado de recibir, se encontraron con el Resucitado, que les dijo casi lo mismo: “– No tengan miedo. Vayan a decir a mis hermanos que se dirijan a Galilea, y que allá me verán”. Tal vez este sea el mensaje más importante que nos trae la Pascua: “No tengan miedo”. No se dejen vencer por las dudas, por la desconfianza, por el temor. Jesús se hará presente en su vida ordinaria, en la cotidianidad de Galilea. Jesús estará junto a nosotros en el trabajo, en la vida de familia, en el encuentro con la misión. Las situaciones que vivimos, muchas veces nos pueden llenar de miedo, pero la presencia del resucitado nos invita a confiar en su presencia constante. No podemos olvidar nunca que «Papá es el piloto y él maneja muy bien».

CREER EN EL RESUCITADO - Aprender del coronavirus a ser más humanos
José Antonio Pagola
En muy poco tiempo, los seres humanos estamos tomando conciencia de nuestra fragilidad. Hemos descubierto que no solo hay personas débiles. La humanidad entera es débil. De pronto, la pandemia del coronavirus nos revela que la humanidad es una especie en peligro. En pocos días nos vamos haciendo más humildes y más inseguros. El virus nos está obligando a pensar, reflexionar y meditar.
Los cristianos no hemos de olvidar que la fe en Jesucristo resucitado es mucho más que el asentimiento a una fórmula del credo. Mucho más incluso que la afirmación de algo extraordinario que le aconteció al muerto Jesús hace aproximadamente dos mil años.
Creer en el Resucitado es creer que ahora Cristo está vivo, lleno de fuerza y creatividad, impulsando la vida hacia su último destino y liberando a la humanidad de caer en el caos definitivo.
Creer en el Resucitado es creer que Jesús se hace presente en medio de los creyentes. Es tomar parte activa en los encuentros y las tareas de la comunidad cristiana, sabiendo con gozo que, cuando dos o tres nos reunimos en su nombre, allí está él poniendo esperanza en nuestras vidas.
Creer en el Resucitado es descubrir que nuestra oración a Cristo no es un monólogo vacío, sin interlocutor que escuche nuestra invocación, sino diálogo con alguien vivo que está junto a nosotros en la misma raíz de la vida.
Creer en el Resucitado es dejarnos interpelar por su palabra viva recogida en los evangelios, e ir descubriendo prácticamente que sus palabras son «espíritu y vida» para el que sabe alimentarse de ellas.
Creer en el Resucitado es vivir la experiencia personal de que Jesús tiene fuerza para cambiar nuestras vidas, resucitar lo bueno que hay en nosotros e irnos liberando de lo que mata nuestra libertad.
Creer en el Resucitado es saber descubrirlo vivo en el último y más pequeño de los hermanos, llamándonos a la compasión y la solidaridad.
Creer en el Resucitado es creer que él es «el primogénito de entre los muertos», en el que se inicia ya nuestra resurrección y en el que se nos abre ya la posibilidad de vivir eternamente.
Creer en el Resucitado es creer que ni el sufrimiento, ni la injusticia, ni el cáncer, ni el infarto, ni la metralleta, ni la opresión, ni la muerte tienen la última palabra. Solo el Resucitado es Señor de la vida y de la muerte.

ES LA FISTA DE LA VIDA
Fray Marcos

Decíamos al principio de la cuaresma que no se podía entender ese tiempo litúrgico sin tener presente la Pascua. Hoy, al celebrar la resurrección de Jesús, damos sentido a todo ese tiempo de preparación para este acontecimiento. Naturalmente, no se puede resucitar si antes no se ha muerto, pero debemos tener en cuenta que en toda muerte ya está presente la Vida, es decir la resurrección. Tal vez sea este aspecto el más complicado para nosotros hoy. Por eso no podemos conformamos con celebrar externamente lo que sucedió a Jesús hace dos mil años. Solo viviendo lo que él vivió celebraremos la pascua.

Los símbolos de esta vigilia son fuego y agua como principios de la vida biológica. Esta es la primera clave para entender lo que estamos celebrando en la liturgia más importante de todo el año. Del fuego surgen dos cualidades sin las cuales no hubiera podido surgir la vida que conocemos: luz y calor. El agua es el elemento fundamental para formar un ser vivo. El 80% de cualquier ser vivo, incluido el hombre, es agua. Recordar, y renovar nuestro bautismo, es pieza clave para descubrir de qué Vida estamos hablando. Hoy el fuego y el agua simbolizan a Jesús porque le recordamos como Vida. En el prólogo del evangelio de Jn dice: “En la Palabra había Vida y la Vida era la luz de los hombres”.

La vida que hoy nos interesa no es la física (bios), ni la psíquica (psiques), sino la espiritual y trascendente. Por no tener en cuenta la diferencia entre estas vidas, nos seguimos armado un lío con la resurrección. La vida biológica no tiene importancia en lo que estamos tratando. “El que cree en mí aunque haya muerto vivirá; y todo el que vive y cree en mí no morirá para siempre”. La biológica y la psíquica tienen importancia solo porque son la que nos capacitan para alcanzar la espiritual. Solo el hombre que es capaz de conocer y de amar puede acceder a la Vida divina. Nuestra conciencia individual tiene importancia solo como instrumento, como vehículo para alcanzar la Vida definitiva.

Lo que celebramos esta noche es la llegada de Jesús a esa plenitud de Vida. Jesús, como hombre, alcanzó la más alta cota de esa Vida. Posee la Vida definitiva que es la misma Vida de Dios. Esa Vida ya no puede perderse porque es eterna. Podemos seguir empleando el término “resurrección”, pero debemos evitar el aplicarla inconscientemente a la vida biológica y psicológica, porque es lo que nosotros podemos descubrir por los sentidos.  Pero lo que hay de Dios en Jesús no se puede descubrir mirando, oyendo o palpando. Ni vivo ni muerto ni resucitado, puede nadie descubrir su divinidad.

Tampoco puede ser el resultado de alguna demostración lógica. Lo divino no cae dentro del objeto de nuestra razón. A la convicción de que Jesús está vivo, no se puede llegar por razonamientos. Lo divino que hay en Jesús, y por lo tanto su resurrección, solo puede ser objeto de experiencia pascual. Para los apóstoles, como para nosotros, se trata de una vivencia interior. A través del convencimiento de que Jesús les está dando VIDA, descubren los seguidores de Jesús que tiene que estar él VIVO. Solo a través de la convicción personal podemos aceptar nosotros la resurrección.

Creer en la resurrección exige haber pasado de la muerte a la vida. Por eso, en esta vigilia tiene tanta importancia el recuerdo de nuestro bautismo. El cristiano debe estar constantemente muriendo y resucitan­do. Muriendo a lo terreno y caduco, al egoísmo, y naciendo a la verdadera Vida. Tenemos una concepción estática del bautismo que nos impide vivirlo. En tal día a tal hora, han hecho el signo sobre mí, pero lo significado es tarea de toda la vida. Todos los días tengo que estar haciendo mía esa Vida.

Fray Marcos

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