Cuarto
Domingo del tiempo ordinario – Ciclo C (Lucas 4, 21-30) 3 de febrero de 2019
Hermann
Rodríguez Osorio, S.J.
Dicen que una vez llegó un
profeta a un pueblo y comenzó a predicar en medio de la plaza central. Al
comienzo, mucha gente escuchaba con atención sus llamados a la conversión y se
sentían impulsados a volverse a Dios por la voz de este profeta. Pero pasaron
los días y el profeta seguía anunciando su mensaje con la misma fuerza, aunque
el público había ido disminuyendo poco a poco. Cuando había pasado algo más de
un mes, el profeta seguía saliendo todos los días a la plaza del pueblo a
predicar su mensaje, aunque todos los habitantes del pueblo estaban ocupados en
otras cosas y nadie se detenía a escuchar su palabra. Por fin alguien se acercó
al profeta y le preguntó por qué seguía predicando si nadie le hacía caso.
Entonces el hombre respondió: “Al principio, predicaba porque tenía la
esperanza de que algunos de los habitantes de este pueblo llegaran a cambiar;
esa esperanza ya la he perdido. Pero ahora sigo predicando para que ellos no me
cambien a mi”.
En abierto contraste con lo
que el texto de san Lucas dice al comienzo de este pasaje: “Todos hablaban bien
de Jesús y estaban admirados de las cosas tan bellas que decía”, la narración
da un vuelco repentino y comienza a mostrar la agresividad de la gente hacia la
predicación de Jesús: “Se preguntaban: –¿No es este el hijo de José?”. Tanto
que Jesús mismo toma la iniciativa y expresa las reservas que el pueblo tiene
frente a su palabra: “Seguramente ustedes me dirán este refrán: ‘Médico, cúrate
a ti mismo’. Y además me dirán: ‘lo que oímos que hiciste en Cafarnaúm, hazlo
también aquí en tu propia tierra’. Y siguió diciendo: –Les aseguro que ningún
profeta es bien recibido en su propia tierra”. Después, hizo referencia a dos
casos muy conocidos en el Antiguo Testamento en los que aparece una preferencia
de parte de Dios por manifestarse a los hijos de pueblos distintos a Israel: El
primer caso es el de Elías, que fue enviado a una viuda de Sarepta, cerca de la
ciudad de Sidón, es decir, territorio extranjero (1 Reyes 17, 1-24); y el
segundo caso es del profeta Eliseo, que no curó a ningún leproso israelita,
habiendo tantos en su tiempo, sino a Naamán, el sirio, también un extranjero (2
Reyes 5, 1-19).
Esto provocó una reacción
violenta de la población que estaba reunida en la sinagoga para el culto de los
sábados. “Al oír esto, todos los que estaban en la sinagoga se enojaron mucho.
Se levantaron y echaron del pueblo a Jesús, llevándolo a lo alto del monte
sobre el cual el pueblo estaba construido, para arrojarlo abajo desde allí.
Pero Jesús pasó por en medio de ellos y se fue”. Desde luego, eso de que ‘pasó
por en medio de ellos’ no debió ser como cuando le hacen una calle de honor al
obispo que llega a un pueblo perdido de nuestra geografía. Sencillamente, no
dejó que lo arrojaran por el barranco abajo y, seguramente, sacudiéndose el
polvo de sus pies, se fue del pueblo, como más tarde enseñó a sus discípulos:
“Y si en algún pueblo no los quieren recibir, salgan de él y sacúdanse el polvo
de los pies, para que les sirva a ellos de advertencia” (Lucas 9, 5).
Como Jesús, nosotros también
tenemos el peligro de ser rechazados por predicar lo que nos propone el
evangelio. Pero no podemos claudicar frente al rechazo. Como el profeta con el
que comenzábamos, habrá que seguir anunciando el perdón, el amor y la paz,
aunque todos nos vuelvan la espalda. Si no es para que los demás cambien, por
lo menos para que ellos y sus costumbres, no terminen por cambiarnos a
nosotros.
No hay comentarios:
Publicar un comentario