Domingo
XXII Ordinario – Ciclo A (Mateo 16, 21-27) – 3 de septiembre de 2017
¿Quién no quiere realizarse como
persona? ¿Quién no busca, por todos los medios, su plenitud? ¿Quién no aspira a
ser feliz? El carbón o el estaño, el naranjo o la margarita, la vaca o el
ciervo, no necesitan preocuparse por su realización; están programados para
cumplir su meta. Si encuentran las condiciones necesarias, serán lo que tienen
que ser y ya está... Pero nosotros... Nosotros somos otro cuento… La
realización no nos llega automáticamente, sino que tenemos que construirla paso
a paso, escalón tras escalón. El camino de los hombres y las mujeres ‘se hace
al andar’, decía el poeta andaluz y cantaba el juglar catalán… no encontramos
hecho el camino, lo tenemos que hacer.
Pero, ¿cuál es el camino que nos lleva a
desplegar todas nuestras potencialidades? ¿Cómo llegar a ser auténticamente
humanos? ¿Cómo llegar a ser plenamente felices? La familia, con muy buenas
intenciones, pero no siempre de manera acertada, nos advierte sobre las
ventajas y los peligros de una u otra opción profesional, matrimonial,
existencial... Los amigos y amigas nos aconsejan, muchas veces de acuerdo a su
propia experiencia, por dónde debemos seguir... La sociedad, a través de los
medios de comunicación y la publicidad, nos señala senderos de plenitud y
felicidad, que terminan siendo sólo realidad de novela o alegrías de cartón...
Todos quieren ayudarnos a encontrar el secreto de la
felicidad.
Sin embargo, a casi nadie se le ocurre
decirnos que para encontrar la vida, tenemos que perderla. ¡Qué locura! ¡Cómo
se te ocurre! ¡Estás loco! Como Pedro, cuando escuchó a Jesús diciendo que
“tendría que ir a Jerusalén, y que los ancianos, los jefes de los sacerdotes y
los maestros de la ley lo harían sufrir mucho”, nuestros seres queridos,
nuestros amigos, la sociedad entera nos lleva aparte y nos reprende: “¡Dios no
lo quiera (...)! ¡Esto no puede pasar!”
La reacción de Jesús es tal vez la
expresión más fuerte que haya dirigido a ningún ser humano; a los fariseos los
llamó “raza de víboras”; a los escribas les dijo “sepulcros blanqueados”; a
Pedro le dice: “¡Apártate de mí Satanás, pues eres un tropiezo para mí! Tu no
ves las cosas como las ve Dios, sino como las ven los hombres”. Poco antes Lo
había llamado dichoso (...) porque esto no lo conociste por medios humanos,
sino porque te lo reveló mi Padre que está en el cielo”.
El camino de la felicidad es el despojo de
nosotros mismos y de nuestras seguridades: “Si alguno quiere ser discípulo mío,
olvídese de sí mismo, cargue con su cruz y sígame. Porque el que quiera salvar
su vida, la perderá; pero el que pierda la vida por causa mía, la encontrará.
¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero, si pierde la vida?”
¿En qué dirección va la búsqueda de
nuestra plenitud? ¿Hacia dónde caminamos cuando aspiramos a realizarnos en la
vida? ¿Dónde buscamos la felicidad? Este camino que nos señala el Señor es el
único que nos podrá llevar al desarrollo pleno de todas nuestras
potencialidades. A los otros planes y proyectos, habrá que decirles con
sencillez, pero con decisión: “¡Apártate de mi Satanás!”
Hermann Rodríguez Osorio, S.J.
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